Novela corta pastoril, escrita a los diez y seis años, en mi triste y dolorosa niñez inquieta y pensativa, que exhumo en homenaje a mi hermano José.

 

El autor a los sencillos labradores cristianos de la aldea.

Como el de la Virgen que está en el altar de la capilla del pueblo atravesado por siete espadas, llorando lágrimas de sangre, así está hoy mi corazón, compañeros, por los dolores del Mundo. Por eso dirijo hacia vosotros mis palabras. El recuerdo de los campos por cuyos caminos sinuosos fui tantas veces de niño, cuando mi alma era blanca y leve como los copos maduros de los algodoneros, es hoy, para mí, un lenitivo; la paz que necesita mi corazón, la encontraré evocando los días de la semana santa; la sana alegría desaparecida que busco en vano, he de hallarla quizás evocando la vendimia que hicimos juntos en las parras de la hacienda, las nocturnas pisas en el lagar antiguo, el alegre canto que ritmaban vuestros cuerpos sobre la uva madura, al sordo son de los tambores de pellejo de cabra, la guitarra, la copla…

Como el hijo pródigo volví a vosotros después de la ruda peregrinación y me abristeis vuestros brazos, alborozados, y yo os abrí mi pecho; y me sonrieron las mozas ruborizadas y cándidas mientras arreglaban el pliegue de sus faldas floreadas y tersas; y me llevasteis al huerto y juntos cogimos los azahares del pacae que nuestras manos sembraron cabe el broquelado pozo; y juntos fuimos en pos de la vieja parra, del floripondio, de la alameda de sauces. Y me rodeasteis ¡oh viejos y amigos y parientes! y refrescasteis mi corazón, endulzasteis mi vida, embalsamasteis mis heridas, y al dejaros, quizás para siempre, echasteis sobre mi cabeza, inquieta y triste, con vuestras manos buenas cual alas de palomas, el puñado de monedas de oro de vuestras bendiciones.

Agobiado por ellas pueda reposar mí cuerpo, cansado y joven, bajo los toñuces, en el cementerio del pueblo. Rezad por mí, ¡oh viejos y mozos del campo cristiano!, mientras yo os dedico las últimas flores de mi espíritu y mientras voy, por la doliente ruta llena de asaltos y celadas, con el cuerpo cubierto de heridas, hacia el punto invisible, cercano, inevitable y definitivo, hacia la tumba donde pondréis las simbólicas flores albas, secas y finas, de los algodoneros…

 

 

 

I

–Oye, Manuel –le preguntamos un día–, ¿dónde está tu papá?…

–En Lima…

–Y tú ¿por qué no estás con él?

Enrojeció,   inclinó   la   cabeza   morena   y   echóse   a sollozar dolorosamente.

Corrimos donde mi madre:

–Mamá, Manuel está llorando…

–¿Por qué?

–Estábamos en el jardín. Jesús le preguntó por su papá y se ha echado a llorar…

Mi madre nos dijo que no debíamos preguntarle nada sino quererlo mucho porque Manuel “era un niño muy desgraciado”. Desde entonces cuando alguno de mis hermanos le molestaba, nosotros le decíamos en secreto:

–Oye; no le molestes. Dice mamá que debemos quererlo mucho porque Manuel es un niño “muy desgraciado”…

Y seguíamos haciendo surcos en el jardín.

II

Se crió a nuestro lado como un hermano mayor. Le queríamos porque nos hacía buquecitos, gallos de papel, balsas con los viejos maderos que arrojaba el mar, y hondas de cáñamo. Por las tardes íbamos juntos a pescar y a la caída del sol volvíamos con las cestas de las cuales pendían por las agallas rojas, las plateadas mojarrillas, las chitas de vientres blancos, y a veces ciertos peces raros, deformes y babosos.

Los domingos, todos cuatro hermanos, íbamos con Manuel a cazar con hondas de jebe, en el bosquecillo de toñuces y pájarobobos que se extendía tras de la factoría calaminada, en aquel camino sombreado y fresco, abovedado y sinuoso que conducía al abrevadero, donde al atardecer iban a saciarse las yuntas de los campesinos, los jumentos lanudos de los pescadores y los transidos caballos de los caminantes. En las espesas copas de los sauces que bordeaban el remanso se detenían bandadas de aves confiadas, que se espiojaban al sol; cantaban alegremente, extrañas del todo a la acechanza de la honda cuyo proyectil las sorprendía en plena felicidad. Heridas intentaban volar, pero al fin, desplomábanse y caían a tierra redondas, inanimadas, perpendiculares y graves como frutos maduros.

Volvimos a casa, al atardecer, cuando el sol hundía enorme y rojo en el horizonte, con algunas tórtolas, algunos gorriones y una que otra ave marina que por curiosidad se aventuraba hasta aquellas arboledas tranquilas, bajo cuyas frondas acechaba la muerte.

III

 Manuel era bueno como el pan de semana santa. Ensortijado cabello, amplia frente de marfil, dulce mirar en los ojos morenos de pupilas húmedas y sombreadas bajo las pródigas cejas. Sobre sus labios carnosos apuntaba una sombra difuminada y azul. Perenne sonrisa, al par alegre y melancólica, vagaba entre sus párpados y las comisuras de sus labios bien dibujados. Una melancolía fresca, jovial, sin amargura, pensativa y dulce, envolvía todo su cuerpo esbelto y magro, flexible y de gratos movimientos. Gustaba del mar, del campo, de las noches de luna azules y consteladas, y de los cuentos de las abuelas. Alborozado en la alegría, mudo en el dolor, pródigo en sus dineros, en sus afectos tierno, fuerte en su voluntad, terrible en su cólera, definitivo en sus resoluciones, y en su porte y decir leal y franco.

 

 

 

IV

Una tarde llegó Manuel a casa muy preocupado. Así llegó el segundo y lo mismo fue el tercero día. Nadie pudo conocer el motivo de su tristeza. Por la noche, fuimos al muelle a ver la luna sobre el mar. En un carrito conducido por los sirvientes, llegamos a la explanada sobre la cual eleva el faro su ojo ciclópeo y amarillo, cuyas miradas se quebraban en las aguas agitadas y sollozantes. Mientras conversaban las personas mayores, Manuel descendió por la escala del embarcadero y sobre el último descanso se puso a cantar con la guitarra.

En la paz de la noche, bajo la luna clara, en el frescor marino, la música tenía notas extrañas que yo recuerdo medrosamente. Manuel cantaba un yaraví que se deshacía en la brisa y se mezclaba al rumor de las olas. Yo he guardado un trozo de esa inolvidable canción, toda mi vida, en la memoria:

En su ventana moría el sol

y abajo, lento, cantaba el mar;

y ella reía llena de amor

rubia de oro crepuscular…

No volvió nunca mi pobre amor

yo desde lejos la vi pasar;

todas las tardes moría el sol

y su ventana no se abrió más…

¡y su ventana no se abrió más!

Los versos eran de Manuel. Enmudecieron todos. Y aquella noche oí desde mi cuarto sus sollozos de angustia.

 

V

 Manuel estaba muy enfermo y mi padre quiso mandarlo a Ica, a casa de la señora Eufemia, su madre. El tren salía a las ocho. Mis hermanos se levantaron temprano y en la casa había la agitación confusa de un día de viaje. Una criada arreglaba la maleta de Manuel mientras se servía el desayuno. Ponía mi madre carne fría en las hogazas y humeaba el té en las jícaras. Terminado el desayuno, durante el cual Manuel no habló una palabra, mi padre le dijo:

–Todo está listo. ¡Anda, Manuel, hijo mío, despídete!

El criado había marchado ya con las liadas ropas. Manuel se puso de pie, acercóse a mi madre y al abrazarla echó a llorar. Apenas se le oían palabras inconexas. Se despidió de todos y salió rodeado de nosotros.

A poco el convoy se perdía, sobre los rieles, en las curvas brillantes, hacia el desierto amarillo y radiante, camino de Ica.

 

 

VI

 Llegó el lunes de Semana Santa y nosotros, según la vieja costumbre, fuimos llevados a Ica por mi madre. Nos alojamos en casa de “la abuelita”. El tren había llegado de noche y después de cenar nos acostamos. Jamás olvidaré el amanecer de aquel Lunes Santo. Al abrir los ojos, en el estrecho cuarto, vi, iluminando la extensión, sobre una vieja puerta cerrada, por cuyas rendijas la luz de la mañana entraba a chorros, una ventana de barrotes de madera tallados, entre los cuales jugueteaba el extendido brazo de una vid alegre, fresca e inquieta. Un vocerío de gorriones poblaba el jardín cercano, y vibraban las voces familiares, y el mugir de las vacas y el sonar de baldes y cacharros…

–¡Niño, niño, vamos a tomar la leche cruda..!

Y uno traía uvas “pintas”; y otro en el regazo, mangos, y otro rosquitas mantecadas. ¡Qué olor de monturas, de menesteres de trabajo! ¡Qué ropas tan buenas las de aquella cama tibia y amorosa!

¡Qué mañana tan hermosa donde todo era tan bueno, dulce y tranquilo! Vestidos de prisa, salimos todos. El cuarto daba a una enramada cubierta de parrales, entre cuyas hojas pendían maduros los racimos ubérrimos. Los sarmientos acariciaban los muros con sus retorcidos tentáculos. Al fondo, ya en el corral, un floripondio con sus invertidas ánforas, perfumaba; y junto al pozo de enladrillado broquel, sobre el guano oliente y blando, atada por una pata, la vaca, enorme y panzuda, de grandes ubres henchidas, se dejaba ordeñar tranquila. El blanco chorro caía al compás de la mano experta de un mocetón en un balde de zinc produciendo un ruido característico y levantando espuma. Y un vapor de cosa caliente, de leche pura, que tenía algo de la vida aún cálida, salía del balde y acariciaba la ubre, como una nube de incienso. Me ofrecieron un jarro, harto de espuma. ¡Oh, el exquisito beber la dulce leche con calor de madre, con sabor de cosa sublime! Después mi abuela nos llevó al jardín, al pequeño jardín obra de sus manos sarmentosas. Sobre restos de botellas que antes sirvieran para guardar el agua y las lejías y los ponches de agraz de navidad, ella había puesto tierra nueva e improvisado macetas. Tenía allí violetas, la flor más rara en la aldea; ñorbos, que sobre el enrejado de cañas nacían, crecían y morían; raquíticos y elegantes chirimoyos de perfumadas hojas; aristocráticos mangos, de finos tallos infantiles y transparentes, y paltos verdes que conservaban aún la roja enorme semilla, pegada al tronco incipiente; y agua de lavanda y romero florecido y balsámico; y albahacas verdes, coposas y enanas; y, ya liberado del tiesto, en plena tierra, en un rincón del jardín, un jazminillo de la India… Tantas cosas, tan bellas que están muertas como la buena abuelita y como el pobre Manuel y como mis ilusiones de esos días y como estas mañanas de sol, que yo no he vuelto a ver nunca y como todo lo que es bello, y juvenil; y que pasa, y que no vuelve más…

VII

 Recuerdo vagamente, como se recuerda un sueño, el día de Jueves Santo. Era el día del Señor de Luren, el patrón de mi pueblo. Durante muchas semanas antes, empezaban a llegar a Ica las ofrendas de todos los pueblos comarcanos; de los hacendados espléndidos de ése y de otros valles. Los ricos hombres de Cañete solían llevar, en persona, haciendo luengas caminatas, el presente de sus corazones agradecidos al Señor. Caballeros en potros briosos, brillantes, ricamente aperados, llegaban los señores dueños de grandes haciendas; y desfilaban por las calles montados en caballos “de paso” de grácil andar femenino: larga y peinada crin, vibrantes ijares, ceñida cincha, negro y lustroso pellón, riendas lujosas de plata; e iban con sendos sombreros de ala curva y extensa; y ponchos de finos pliegues y pañuelo al cuello con anillo de oro, y espuelas alegres y de argentino sonar; y cabriolaban las caballerías levantando nubes de polvo con gran asombro y desconcierto de la bulliciosa chiquillería, mientras los fieles enlutados, cruzaban la caldeada acera, llevando flores, o zahumadores de filigrana, o cirios gruesos y decorados o ramos grandes de albahaca. Sonaban a muerto las campanas, chirriaban a ratos las matracas, y oíase el singular sonsonete de los vendedores que ayuntados, de dos en dos, cargaban balaes tejidos con carrizo, forrados en pellejo de cabritillo, y anunciaban su apetitosa mercancía en tono musical:

–¡Pan de dulce, pan de dulce! ¡A la regala! ¡Pan de dulce!

Y los balaes rebosaban con los bizcochos, que los había de todo tamaño; y ora llevaban dibujos los de a diez reales; y ora eran bañados con azúcar los de a cuartillo; y aquestos tenían almendras y esotros llevaban canelones y todos eran manjar imprescindible en el duelo aldeano de la Cristiandad.

Ayunaba aquel día la gente del pueblo. Encerrábamos a los chiquillos en los jardines o corralones y a todos se nos decía:

–¡Hoy no se ríe, ni se canta, ni se juega, ni se habla fuerte, porque se ha muerto el Señor!

Por la tarde las gentes con sus mejores trajes de luto, dirigiéndose a la Iglesia de Luren, donde estaba el Cristo que la víspera, con grandes ceremonias, habían bajado de su altar, en presencia de miles de peregrinos y gentes de lugar que llevaban grandes cantidades de algodón en rama, esponjoso y blanco, limpiaban con sus madejas el llagado cuerpo del Rabí, y guardábanlas luego como panacea para todas las enfermedades. Ora servía para el “mal de ojos”, ora para quitar el demonio del cuerpo de los poseídos, ora para recuperar un potro robado, ora, en fin, para curar las mil y una dolencias a que está sometido nuestro frágil natural.

La iglesia del Señor de Luren era pequeña como albergue de pobre, pero blanca, tranquila y soleada. Un techón abovedado y bajo, una sola nave, unas pocas ringleras de banquillos para los orantes; una vetusta, de granito, pila; sobre las columnas, y a la altura del techo, la fila de cuadros con los “pasos” del Calvario, viejos cromos con sendos marcos antiguos; pobres y desmantelados altares provistos en toda hora de margaritas y albahacas, entre las cuales agonizaban las amarillentas lenguas de los cirios, y aquí y acullá, en dispersión y desorden, todo linaje de “reclinatorios” con sus respaldares de totora, y, en la madera rústica de sauce, las iniciales de sus poseedoras.

Pegada a la iglesia como si en ella se cobijara, estaba la casa del señor cura. Grandes salas destartaladas por cuyos techos, los huecos y rendijones, dejaban pasar a chorros la alegría de los rayos del sol, alborotados y jocundos cual colegiales. Un aroma de albahacas y de zahumerio aleteaba en el pequeño templo. Aquel día los fieles iban todos a llorar la muerte del Redentor y había de verse el rostro apenado, manso, dulce, triste, hermoso, radiante de ternura de aquel Cristo generoso a quien jamás se demandara favor que fuese defraudada la petición.

El día de la procesión, las gentes más distinguidas del lugar la presidían. A las nueve de la noche, con extraordinaria pompa salía el cortejo de la Iglesia, en cuya plaza y alrededores esperaba el pueblo, para acompañarlo. Salían las andas, con sus santos y santas; pomposos sus trajes de oro y plata relumbraban a las luces amarillas de los cirios. Las señoritas iban delante, rodeando a “la cruz alta”; hacía calle el pueblo en dos hileras; cada persona llevaba en la mano un cirio encendido, en cuyo cuello se ataba una especie de abanico, para protegerle del viento. Grandes ramos de albahacas olorosas y flores de toda clase, traídas muchas de ellas desde comarcas lejanas, eran arrojadas al paso del Señor de Luren, que pasaba en hombros de gentes creyentes y distinguidas, envuelto en las nubes aromáticas de sahumerio que hacían en sus sahumadores de plata las niñitas y las damas que iban delante; las luces, el sahumerio, el perfume suave y exquisito de las albahacas, el singular olor de los cirios que ardían, la marcha cadenciosa y lamentable de la música, que desde la capital era enviada especialmente y el contrito silencio de las gentes, daban a ese desfile religioso, admirable, amado y único, un aspecto imponente y majestuoso.

 

VIII

 Faltaban pocos días para que mi madre nos llevase, de vuelta, a Pisco. Nosotros deseábamos quedarnos. Ica era nuestra tierra, allí habíamos nacido, allí teníamos parientes y amigos, chacras donde pasear, haciendas lejanas a donde había de irse a caballo. Por fin allí estaba “San Miguel”, la antigua hacienda de nuestro abuelo, que aunque nosotros jamás poseímos, nos era amada, como un cofre antiguo, en el cual hubiera puesto sus manos alguna anciana querida.

Consiguieron, de mamá, mis hermanos, que aceptara la invitación de ir a conocer una hacienda de gentes amigas, ya que al ir, pasaríamos por “San Miguel”, la antigua hacienda de los abuelos, hoy en extrañas manos. A los ruegos, accedió mi madre; y dos días antes de volver a Pisco, en una mañana muy fresca y alegre, salimos a caballo para la excursión. Tomamos, por el lado de San Juan de Dios, pasando por la Iglesia y el Hospital, y llegamos hasta la “Acequia Grande” dejando a la izquierda “Saraja” y la Hacienda de los “Pazuelos”, y nos internamos en el valle. Caminamos largo, y por fin, llegamos a un callejón, entre sombrado y pedregoso, que terminaba en una acequia de cal y canto, destruida y salida de lecho. Mamá nos dijo:

–Aquí es “San Miguel”, ésa es la antigua casa de la Hacienda y eso que está al frente, era el galpón donde se guardaba a los negros esclavos. Bajamos, recibiónos tío José de la Rosa, poseedor de ella, aquel buen viejo, gastador y alegre, casado con tía Joaquina, de los Fernández Prada, viejita dulce y más buena que el pan blanco y que muchos años después se murió de tristeza.

Todavía paréceme oír al tío José de la Rosa, decirme:

–Mira, muchacho, esta es la casa de tu abuelo, mi padre, don Diego y de mamá María, tu abuela. Aquí pasaron su vida los pobrecitos, aquí crecimos todos los hermanos, aquí pasó su niñez y su juventud tu padre, aquí vivió Gertrudis, mi pobre hermana ciega, la preferida.

Llevóme a otro salón donde se conservaba todavía algo de aquellos tiempos, en la pintura de las paredes, en los muebles casi todos apolillados, en las grandes mesas de centro, en las cómodas de fina madera.

–Este era el comedor –me dijo luego, enseñándome un cuarto–. Aquí estaba la despensa, donde se guardan todavía los plátanos, las pasas y los higos secos, las sandías, los melones y los zapallos.

Volvimos al corredor desde el cual, que estaba sobre un pequeño montículo, se veía todo el campo. Por allí un cerco verde, en el cual columbrábase el gañán, guiando la pareja de bueyes que araba la tierra; por otro lado dos o tres peones cerraban una compuerta; venía camino abajo, en su burro, una india, envuelta en su pañolón a cuadros; y, por todas partes, bajo el caliente sol, laboraban las sencillas gentes, cantando, solos, bajo el cielo, mientras que en mí se filtraba una indecible tristeza que a cada recuerdo de los parientes, crecía. Hablóse de mi abuelo, aquel viejo caballeresco y añoso: don Diego, respetado y querido por todo el mundo; de la buena abuela María, a quien los peones y colonos solamente decían: Doña Maco, y salían a relucir hechos y nombres de Muñoces y Fajardos, y Antoñetes y Quintanas, Elías y Quevedos, Olaecheas y Lujanes; y se contaban cosas del tiempo del Virrey, y de los Libertadores y de los abuelos y de los tiempos idos.

Ya por la tarde, bajado un poco el sol, tomamos nuevamente las bestias, para ir a la Hacienda cuyo nombre ahora no recuerdo, que tantos años dello hace; y no me recuerdo tampoco qué camino hicimos para llegar. Sólo está fija en mi memoria la visión de esa rara hacienda. Era fresca y fecunda la tierra; crecían en los cercos, en medio de los maizales, campanillas moradas y azules y blancas; y la tierra siempre estaba húmeda. Y había árboles muy altos, muy altos; de cuyos pendían, arracimadas, esféricas, las amarillas peras.

Fue necesario salir del rancho y de la Hacienda y caminar a pie un gran trecho; caminamos, y por fin alguien dijo:

–¡Escuchen, es el ruido de las peras!

Sentíase un rumor caricioso y lejano, como si fuera rumor de olas. Efectivamente, llegamos a un lugar amplio, lleno de sembríos, en donde enormes y gruesos crecían los perales. A pocos metros extendíase ya el arenal estéril e infecundo, y de él venían a ratos ráfagas de viento que hacían sonar con ruido extraño las hojas de los perales, que siendo como de papel, al rozarse con el viento, hacen ruido seco, especial e inquietante. Penden, entre las hojas, las peras en grandes racimos, que el aire mueve y hace vibrar.

Manuel, que seguía silencioso, preguntó:

–Y este desierto ¿dónde termina?

–¡En el mar! –le respondieron.

No dijo más el muchacho, y como fue necesario volver a la Hacienda, cogidas las peras, volvimos todos. En la noche, después del suculento yantar, salimos al corredor y entonces, en las tinieblas, en la oscuridad del campo, donde sólo se oía el ladrar lejano de algún perro, el silbido de los arrieros que pasaban camino abajo, y el perenne violín de los grillos, todos le suplicaron a Manuel que cantase. Cogió él la vihuela y bajo la luz del farol de kerosene, amarillenta y menguada, cantó su yaraví:

En tu ventana moría el sol,

y abajo, lento, cantaba el mar;

y ella reía llena de amor,

rubia del oro crepuscular…

¡rubia del oro crepuscular!

¡Ah, la tristeza infinita de su voz! ¡Cómo iba entrando en el espíritu toda la melancolía de ese muchacho, al son de la guitarra y en las tinieblas de la noche; bajo la cual extendíase el campo, oscuro, siniestro; donde, de vez en cuando, parpadeaba una lucecilla amarillenta! ¿Qué cosa extraña tienen los que van a morirse? Parece que los acompañara algo misterioso; algo que se ve en sus ojos, que los torna más dulces y más buenos; que los hace sonreír, piadosamente, por todos los que se van a quedar! Manuel siguió cantando y terminó por fin su canción:

No volvió nunca mi pobre amor

jamás su mano volví a besar;

todas las tardes moría el sol

¡y su ventana no se abrió más!

¡y su ventana no se abrió más!

Cesó de cantar y pidió su caballo. Nosotros debíamos quedarnos en la Hacienda hasta el día siguiente, y él insistió tanto que se le dejó partir. Tomó su caballo, cabalgó ágilmente, cruzóse el poncho, dio un sonoro pencazo en las pródigas ancas, y se perdió en el camino cubierto de sombras, penetró en el cerrado misterio tenebroso. Sintióse unos instantes el galope sordo e isócrono del potro pujante, y luego, en el silencio campesino, en la noche profunda, en el espacio mudo, un búho, con sus ojos fosforescentes y redondos, pasó por el comedor, como si viniera de muy lejos; aleteó torpemente y, antes de perderse de nuevo gritó con un grito pavoroso:

–¡Crac! Crac! Crac!…

Yo me quedé dormido en el regazo tibio de mi buena madre.

 

 

IX

 Al día siguiente volvimos a la ciudad, llegamos a las seis de la tarde. Dejamos los caballos y notó mi madre que ninguno de los parientes sonreía siquiera y si lo hacía era venciendo un gesto sombrío.

–¿Qué ha pasado? –preguntaba mi madre– Algo ha pasado que ustedes no me quieren decir.

– ¡Nada, nada ha pasado!

A poco salió una de mis tías con los ojos enrojecidos. Sobresaltados interrogaban todos y nadie se atrevía a decir la verdad. Salí yo a buscar a mis primos, los muchachos; y me dijeron todos con una crueldad infantil:

–¡Manuel se ha matado!

Solté a llorar y fui en busca de mi madre. Manuel se había matado, la víspera, después de volver de la Hacienda.

Por la noche fueron a verle mis hermanos, a nosotros no nos permitieron siquiera saber los detalles de su muerte. Pero al día siguiente fuimos a dejarlo en el Cementerio. ¡Ah, pobre amigo nuestro! En el Cementerio no querían dar permiso para enterrarlo.

¡Cuántas cosas hicieron para que la piedad cristiana abriera las puertas de la última morada a aquel infeliz que había muerto de dolor, y que había sido tan bueno en la vida!

Muy temprano, salió de Ica un pequeño convoy y en él pusieron el cajón de nuestro querido muerto, subimos nosotros y el tren se puso en marcha. Un cuarto de hora después se detenía frente al Cementerio; llegamos a él; iba cargado por uno de mis hermanos y tres parientes, y nosotros, con el sombrero en la mano, seguimos el triste cortejo. En la puerta, formada con dos pilastras, Adán y Eva, en sus estatuas rotas, miraban impasibles. Entramos en el enarenado cementerio, un hombrecillo sucio, con un badilejo en una mano y una caja de cemento en otra, nos precedía. No hubo sacerdote, para el pobre Manuel. Metieron la caja negra en el nicho, cubrióla indiferente el sepulturero y pusieron en la pared húmeda, su nombre y la fecha. Mis hermanos hicieron una cruz de caña y la colocaron al pie del nicho, y terminó todo.

Volvimos por los cuarteles, llenos de arena del cementerio, sin decir palabra, llorando los del cortejo, que eran jóvenes casi todos, atravesamos el arenal para tomar el tren, que ya volvía sin Manuel, a quien nunca más volveríamos a ver en el Mundo.

Al día siguiente llegamos a Pisco y por mucho tiempo, la tristeza tendió sus alas sobre nuestra casa.

Quien llegue a Pisco, y vea el faro del muelle, quien lo vea de noche, alumbrando pobremente con su luz, guía de barcos perdidos y de botes desorientados y de náufragos, cuya luz se quiebra en las aguas, recuerde a ese espíritu triste, de melancolía infinita, de aldeano amor, poeta de sus dolores íntimos; recuerde a Manuel, perdónele, y trate de oír, en el murmullo de las aguas que se debaten bajo el muelle en las tinieblas de la noche, aquel sencillo verso del amigo sepulto:

En su ventana moría el sol

y abajo, lento, cantaba el mar;

y ella reía llena de amor

rubia del oro crepuscular…

No volvió nunca mi pobre amor

yo desde lejos la vi pasar;

todas las tardes moría el sol

y su ventana no se abrió más…

¡y su ventana no se abrió más!