En la tranquilidad de la noche, cuando el bullicio de la ciudad se apaga y sólo el murmullo lejano de un coche interrumpe la quietud, un gato de pelaje negro como la sombra, se desliza sigiloso por los tejados. Es un gato sin dueño, un espíritu libre que ha hecho de los techos su camino y del cielo nocturno su cobija.
Cada noche, comienza su peregrinaje desde la vieja casa abandonada en la esquina de la calle, su hogar temporal. Salta con agilidad de un tejado a otro, observando el mundo humano desde arriba, como un espectador ajeno a las prisas y preocupaciones que reinan durante el día. Desde su atalaya de tejas, es testigo de las historias que se desarrollan tras las ventanas iluminadas.
Primero se detiene en la casa de una pareja que, entre gritos y palabras hirientes, parecen competir por ver quién lastima más. Ella llora mientras él descarga su furia golpeando la pared. Pero, de repente, como si una fuerza los empujara, se funden en un beso apasionado, permitiendo que el calor de sus cuerpos se apoderen de la situación.
Es entonces cuando se va a la siguiente ventana, una anciana que vive sola con su gato de porcelana. El gatito negro la ve cada noche sentada frente al marco de cristal, con una taza de té en las manos temblorosas. A veces llora en silencio, otras simplemente mira el vacío, recordando quizá los tiempos en que la casa estaba llena de risas. El gato, sin poder entender del todo ese dolor humano, se pregunta por qué las personas se aferran tanto a los recuerdos, como si pudieran atrapar el tiempo con sus manos frágiles.
Sigue su camino y llega al tejado de los hermanos Mendoza, una pareja joven con dos hijos pequeños. Desde su puesto, observa las discusiones acaloradas que se desarrollan en el comedor, los gritos ahogados para no despertar a los niños que duermen en la habitación contigua. La rabia y la frustración se cuelan por las grietas de las paredes, y se pregunta por qué los humanos, que tienen la capacidad de usar palabras, no logran entenderse. Piensa en cómo para él, un simple ronroneo o una caricia en el hocico bastan para comunicar lo esencial. Lamentablemente, los humanos parecen haber olvidado cómo hablar con el corazón.
Más adelante, se detiene sobre el hogar de Esteban, un hombre que todas las noches se sienta en su escritorio, rodeado de libros y papeles. Lo ha visto escribir hasta el amanecer, con el ceño fruncido y los dedos temblorosos sobre el teclado. Sabe que está buscando algo en esas palabras, tal vez un sentido, una verdad que se le escapa. El gato observa con curiosidad cómo los humanos dedican su vida a intentar entender el mundo, como si la comprensión fuera la llave para ser felices. Pero, ¿acaso un pez se pregunta por el océano, o el pájaro por el cielo? Aquel gato, simplemente es. No busca razones ni justificaciones. Sólo vive.
El gatito negro continúa su recorrido, se asoma al tejado de una casa en construcción donde duerme un hombre sin hogar, envuelto en periódicos. Lo ve soñar, murmurando palabras incomprensibles, y se pregunta cómo es posible que un hombre sin un techo sobre su cabeza tenga sueños tan profundos. Quizás, piensa, los humanos son creaturas extrañas, capaces de encontrar esperanza incluso en la más absoluta oscuridad.
Y así, el gato sigue su camino, tejado tras tejado, contemplando las vidas humanas como si fueran hojas llevadas por el viento. Se maravilla de su complejidad, de su capacidad para amar y odiar con igual intensidad, de su constante lucha por encontrar significado en cada pequeño gesto, en cada palabra dicha o callada.
A veces, se sienta en lo alto de una chimenea y contempla las estrellas. Entonces se pregunta si los humanos, con todos sus miedos y esperanzas, alguna vez se detienen a simplemente mirar, a existir sin más.
Pasan la vida entera luchando por convertirse en alguien, pero al llegar su último día, mueren sin haber descubierto quiénes son en realidad.
En esos momentos, el gatito siente una extraña paz, una especie de comprensión que va más allá de las palabras, como si el simple acto de observar la vastedad del cielo le recordara lo pequeños y, a la vez, lo inmensos que somos todos.
La noche avanza y el gatito negro regresa a la casa abandonada, su refugio. Se enrosca en un rincón y cierra los ojos. Sabe que mañana será otra noche, otro recorrido, otras historias. Y aunque nunca entenderá del todo a los humanos, seguirá siendo testigo de su búsqueda incesante por encontrar un sentido en la maraña de sus emociones y deseos.
Porque, en el fondo, sabe algo que los humanos han olvidado: no siempre hay que entender la vida para poder vivirla. A veces, basta con ser como el gato que camina por los tejados, libre de la carga del tiempo, simplemente existiendo, simplemente observando la vida a través de sus ojos color miel.