Pestis eram vivus—moriens tua mors ero. Martin Luther.

El horror y la fatalidad se han reconocido en todos los siglos, y por consecuencia, ¿á qué asignar una fecha á la historia que voy á réferir? Baste saber que en la época de que hablo habia en el centro de Hungría una creencia secreta, pero muy esparcida y acreditada, relativa á las doctrinas de la Metempsicosis. Nada diré de las doctrinas mismas, ni tampoco de su falsedad ó probabilidad. Esto no obstante, afirmo que una parte de nuestra incredulidad procede, segun la opinion de Bruyere, que atribuye todas nuestras desgracias, de nɔ poder estar solos.

Más habia algunos puntos en la supersticion húngara, que tendian decididamente á lo absurdo: los húngaros diferian esencialmente de sus maestros de Oriente. El alma, por ejemplo, á lo que ellos creian, como los términos de un sutil é inteligente parisien, no reside mas que una vez en un cuerpo sensible; y así un caballo, un perro y hasta un hombre, no son sino la semejanza ilusoria de esos séres.

Las familias de Berlifitzenng y Metzengerstein habian estado en guerra ó enemistad desde siglos. Jamás se vieron dos familias tan ilustres recíprocamente animadas de un ódio tan mortal, cuyo ódio acaso podia tener su orígen en las palabras de una antigua profecfa, segun la cual, un gran nombre caerá con una caida terrible, cuando, como el caballero sobre su caballo, la mortalidad de Metzengerstein triunfe de la inmortalidad de Berlifitzing.

En verdad, esas palabras tienen poco ó ningun sentido; pero las causas mas triviales han dado orígen, y para esto no hay que remontarse mucho á consecuencias igualmente preñadas de acontecimientos. Además, las dos casas que eran vecinas, habian ejercido, durante mucho tiempo, una influencia rival en un gobierno tumultuoso.

Por otra parte, vecinos muy próximos raras veces son amigos, y desde lo alto de los terrados macizos, los habitantes del castillo de Ilerlifitzing podian sondar con sus ojos en las habitaciones mismas de Metzengcstein. En fin, el alarde de una magnificencia mas que feudal, era pos? ó á propósito para calmar los sentimientos irritables de los Berlifitzing menos autiguos y menos ricos. No hay, pues, por qué admirarse de que los términos de esa prediccion, bien que completamente perdidos en la antigüedad de los tiempos, hayan creado y sostenido la discordia entre las dos familias, ya predispucstas á los altercados y disensiones por todas las sugestiones de una rivalidad hereditaria. La profecía parecía implicar, si es que implicaba algo, un tríunfo final de parte de la casa ya mas poderosa, y naturalmente vivía en la memoria de la mas débil y menos influyente, y la llenaba de una viva animosidad.

Guillermo, conde de Berlifitzing, bien que de alta alcurnia, no era en la época de esta narracion sino un viejo caduco y valetudinario; y no tenia nada de notable, sino es una antipatía loca é inveterada contra la familia de su rival, y una aficion tan decidida á la caza y á los caballos, que nada, ni aun sus achaques, ni su edad avanzada, ni la debilidad, de su espíritu eran bastantes á impedirle tomár parte diariamente en las fatigas y peligros de este ejercicio.

De la otra parte, Federico, baron de Metzengerstein, no era aun mayor de edad. Su padre, el ministro G… habia muerto muy jóven; su madre, madama María, le sobrevivió poco tiempo. Federico apenas tenia diez y ocho años, que si en una ciudad no son mucha edad, en soledad, y soledad tan magnífica como la de aquel antiguo señorío, el péndulo vibra con mas profunda y mas significativa solemmidad.

A consecuencia de circunstancias hijas de la administracion de su padre, el jóvcn baron entró en posesion de sus vastos dominios, inmediatamente despues de la muerte de aquel. Raras veces se habia visto á un noble húngaro en posesion de tal patrimonio; sus castillos eran ínnumerables, pero el mas espléndido y mas grande era el de Metzengerstein; los límites de sus dominios nunca se habían determinado claramente, mas su parque principal abrazaba un circuito de cincuenta millas.

El advenimiento de un propietario tan jóven, de un carácter tan bien conocido y con una fortuna tan inmensa, dejaba entrever claramente cuál habia de ser por un órden regular su conducta. Y á decir verdad, en el trascurso de tres dias, la conducta del heredero hizo palidecer la fama de Herodes, y dejó muy atrás las previsiones de sus mas entusiastas admiradores. Vergonzosas orgías, flagrantes perfidias, atrocidades inauditas hicieron comprender muy pronto á sus vasallos, trémulos, que nada, ni la sumision servil de su parte, ni escrúpulos de conciencia de la de su señor podía garantirlos en lo sncesivo de la ferocidad de este pequeño Calígula. Hácia la noche del cuarto día, se notó qué se había prendido fuego en las caballerizas del castillo de Berlifitzing, y entre los vecinos no se corrió otra especie que el título de incendiario podia añadirse á la lista, ya respetable, de los crímenes y atrocidades del baron.

El buen baron permaneció, durante el tumulto ocasionado por este accidente, sumergido, en apariencia, en profunda meditacion en lo alto del palacio de Metzengerstein en una espaciosa estancia solitaria. La tapicería rica, aunque deslustrada, que pendia melancólicamente de las paredes, representaba las figuras fantásticas y majestuosas de mil antepasados ilustres.

Eran unos presbíteros ricamente vestidos de arminio, dignatarios, pontificios, estaban familiarmente sentados con el autócrata y el soberano, oponian su veto á los caprichos de un rey temporal, ó contenian con el fiat de la omnipotencia papal el cetro rebelde del Grande Enemigo, príncipe de las tinieblas.

Allí las sombrías y grandes figuras de los príncipes Metzengerstein, caracoleando sobre sus musculosos caballos de guerra entre los cadáveres de sus enemigos, conmovian los nervios menos seensibles con su fuerte espresion; y aquí, á su vez, voluptuosas y blancas como cisnes, los retratos de las damas de los antiguos tiempos flotaban á lo lejos en las grecas de una danza fantástica, al compás de una melodía imaginaria.

Pero mientras que el baron prestaba oido ó afectaba escuchar la barahunda, siempre creciente de las cuadras de Berlifitzing, y quizás meditaba alguna nueva fechoría, algun acto decidido de audacia, sus ojos se volvieron maquinalmente hácia el retrato de un caballo enorme, de alzada comun, mejor diria extra-naturnl, representado en el tapiz como perteneciente á un antiguo sarraceno de la familia de su rival.

El caballero estaba en primer término, inmóvil como una estátua, mientras que en segundo término, detrás de él, su dueño desmontado moria bajo el puñal del un Metzengerstein.

Surgió á los lábios de Federigo una espresion diabólica, como si se apercibiera de la direccion que su mirada habia tomado involuntariamente. Pero no desvió los ojos. Lejos de eso, no podia en manera alguna darse cuenta de la ansiedad abrumadóra qüe parecia caer sobre sus sentidos como una mortaja. Conciliaba difícilmente sus sensaciones incoherentes, como las de los sueños, con la certidumbre de estar despiertos.

Cuanto mas miraba, mas absorbente y fascinador se hacia el encanto, mas le parecia imposible arrancar su mirada á la fascinacion de aquel tapiz. Pero como el tumulto esterior se hiciese mas violento, hizo un esfuerzo como con sentimiento y volvió su atencion hacia una esplosion de luz rogiza proyectada de lleno sobre las ventanas de la estancia desde las cuadras en ignicion.

Sin embargo, la accion fué momentánea; su mirada se volvió involuntariamente al muro del tapiz, y con gran asombro suyo, la cabeza del jigantesco caballo, ¡cosa horrible! habia cambiado de posicion. El cuello del animal, antes inclinado como por compasion hácia el cuerpo caido en tierra de su señor, estaba ahora tendido, rígido y en toda su longitud en direccion del baron. Los ojos, antes invisibles, mostraban ahora una espresion enérgica y humana, y brillaban con una rubicundez ardiente y estraordinaria, y los bezos entreabiertos y dilatados de este caballo de aspecto rabioso, dejaban entrever sus dientes sepulcrales, y repugnantes.

Espantado el jóven baron ganó la puerta dando traspieses, y cuando la abrió, un torrente de luz rogiza inundó la sala que delineó claramente su contorno sobre la tapicería temblorosa, y como el baron vaciló un instante en el diatel, se horrorizó de nuevo al ver que aquella sombra tomaba la posicion exacta y llenaba precisamente el contorno del implacable y triunfante del matador del Berlifitzing sarraceno.

Para aliviar su pecho ahogado salió el baron Federico al aire libre con toda precipitacion, y á la puerta principal encontró tres escuderos, que con mucha dificultad, y no poco riesgo de su vida, sujetaban á un caballo jigantesco de color de fuego que daba saltos convulsivos.

—¡De quién es este caballo? ¿Dónde lo habeis encontrado? preguntó el jóven con voz quejumbrosa y ronca, reconociendo inmediatamente que el misterioso coreel de la tapicería era el prefecto original del furioso caballo que tenia delante.

—Es vuestro, monseñor, respondió uno de los palafreneros, ó al menos; nadie se ha presentado á reclamarlo. Le hemos cogido cuando se escapaba echando vaho y espuma por la boca, de las caballerizas que están ardiendo en el castillo de Berlifitzing.

Suponiendo que pertenecía á la parada de caballos estranjeros del anciano conde, lo hemos traido como cosa perdida ó estraviada.

Mas los caballerizos le desconocen y no dicen que el animal pertenezca á la casa, lo que nos parece estraño, porque trae señales evidentes del fuego que prueban que ha escapado por milagro.

—Las iniciales W. V. B. se ven tambien manifiestas en la frente; observó otro de los palafreneros y suponían que eran las iniciales de Wilhem Von Berlifitzing, pero todos los de la casa afirman positivamente que no conocen tal caballo.

—¡Es cosa verdaderamente estraordinaria! dijo el jóven baron con aire pensativo, y como quien no tiene conciencia de lo que dice: es, como decís, un caballo notable, un hermoso caballo, por mas que sea, como con razon afirmais, de un génio receloso é intratable. Ea, pues, que sea mio: me gusta; añadió despues de una pausa: tal vez un ginete como Federico Metzengerstein pueda domar al diablo mismo de las cuadras de Berlifitzing.

—Os engañais, monseñor, el caballo, como ya creemos haber dicho, no pertenece á las caballerizas del conde. Si así hubiera sido, sabemos demasiado bien nuestro deber para traerlo á la presencia de una persona noble de vuestra familia.

—Decís bien; repuso el baron secamente.

En este momento llegó un paje de palacio con el rostro encendido y á paso precipitado: cuchicheó á los oidos de su señor la historia de la desaparicion repentina de un pedazo de la tapicería en una habitacion que nombró entrando entonces en detalles de carácter minucioso y circunstanciado; pero como todo esto fué dicho en voz baja, ni una palabra sola llegó á oídos de los palafreneros que pudiera satisfacer su sobrescitaua curiosidad.

Durante la conversacion, el jóvcn Federico parecía agitado de emociones varias.

No obstante, recobró pronto su calma habitual y una espresion de malignidad decisiva se manifestaba ya en su fisonomía, cuando dió órdenes perentorias para que la estancia en cuestion se cerrase inmediatamente y se le trajeran á él mismo las llaves.

—¿Habeis sabido la muerte deplorable de Berlifitzing, el viejo cazador? dijo al baron uno de sus vasallos despues de la marcha del paje, mientras que el enorme caballo, que el noble baron acababa de adoptar como suyo, se encabritaba y botaba con redoblado furor al través del largo paseo que conducía desde el palacio á las caballerizas de Metzengenstein.

—No: contestó el baron volviéndose bruscamente hácia el que le hablaba. ¿Que ha muerto, dices?

—Es la pura verdad, señor, creo que para un señor de vuestro nombre no es mala la noticia que os doy.

Una pasajera sonrisa vino á los lábios.

—¿Y cómo ha muerto?

—En sus esfuerzos imprudentes por salvar la parte selecta de su caballeriza, pereció míseramente entre las llamas.

—¡Eso… es verdad!… esclamó el baron como impresionado lenta y gradualmente por alguna evidencia misteriosa.

—Lo que oís, señor, replicó el vasallo.

—¡Oh! ¡es horroroso! dijo el jóven con mucha calma, y volvió á meterse en el palacio.

Desde aquel dia, se óbservó un cambio señalado en la conducta relajada del baron Federico Von Metzengerstein, lo cual frustraba todas las esperanzas y desvanecía las intrigas de mas de una madre. Sus costumbres y modales se hicieron mas y mas singulares y menos que nunca ofrecieron analogía simpática de ninguna clase con las de la aristocracia circunvecina.

Nunca se le veia fuera de los términos de sus posesiones, andaba siempre solo, sin compañía alguna, á menos que aquel gran caballo impetuoso, extra-natural, de color de fuego, que monto siempre á partir de aquel dia no tuviese en realidad algun derecho misterioso al compañero y amigo.

Sin embargo, se le hacían frecuentes invitaciones de parte de los vecinos.

—¿El baron, nos honrará con su presencia? El baron, ¿se dignará de hacer parte de la batida de javalí que tenemos dispuesta?

«Mertzengerstein no caza,» Mertzengerstein no irá:» tales eran sus altivas y lacónicas respuestas.

Estos insultos reiterados no eran para sufridos por una nobleza imperiosa; tales invitaciones fueron menos cordiales, luego menos frecuentes, y con el tiempo cesaron de todo punto. Se oyó á la viuda del infortunado conde Belifitzing espresar el deseo de que el baron estuviese en casa cuando deseara no estar, puesto que desdeñaba la compañía de sus semejantes; y que estuviese á caballo cuando quisiera no estar, puesto que preferia á la suya la compañía de un caballo.

Esto seguramente no era mas que la esplosion necia de un resentimiento hereditario, y probaba qua nuestras palabras son singularmente absurdas, cuando queremos darles una forma estraordinariamente enérgica.

Las gentes caritativas atribuian, sin embargo, el cambio de costumbres del jóven baron al senitimiento natural de un hijo que pierde á su padre prematuramente, olvidando su atroz é indolente conducta durante los días que siguieron inmediatamente á esta pérdida.

Hubo quienes lo achacaron simplemente á una idea exagerada de su importancia y de su dignidad; y otros á su vez, y entre ellos se citaba al médico de la casa, hablaron sin titubear de una melancolía mórvida y de un mal hereditarío. Entre tanto, corrían entre la muchedumbre insinuaciones mas tenebrosas, de naturaleza mas equívoca.

Y en verdad, la adhesion perversa del baron á su caballo, recientemente adquirido, adhesion que parecía adquirir nueva fuerza en cada nuevo ejemplo, que daba el animal de sus feroces y diabólicas inclinaciones, se hizo á la larga á los ojos de todas las gentes razonables una ternura horrible y contra natura. Al medio dia y á media noche, enfermo ó sano, en la calma ó en la timpestad, el jóven Metzengerstein parecía clavado á la silla del caballo colosal, cuyas intratables maneras concordaban tambien con su propio carácter.

Habia además circunstancias que, sumadas con acontecimientos recientes, daban un carácter sobrenatural y mónstruoso á la manía del caballero y á las facultades del animal.

El espacio que franqueaba de un salto habia sido medido con toda escrupulosidad, y se encóntró esceder con una diferencia asombrosa las presunciones y cálculos tuas exagerados. El baron además no se servia, respecto al animal, de nombre ninguno partieular aun cuando todos los caballos de sus cuadras tuviesen sus nombres distintivos; este caballo tenia su cuadra separada á cierta distancia de las demás, y en cuanto á la limpieza y demás del servicio necesario, ninguno, á no ser · su mismo dueño, se habia atrevido á intentarlo ni aun á entrar en el recinto donde se hallaba su cuadra particular.

Se observó tambien que aunque los tres palafreneros que se habian apoderado de él cuando huia del incendio del Berlifitzing, hubiesen conseguido detenerle en la carrera con el auxilio de un lazo, ninguno de los tres podia afirmar que durante esta peligrosa lucha, ó en otro momento posterior, hubiese puesto la mano sobre el caballo. Pruebas de inteligencia particular en la conducta de un noble animal, no bastaban seguramente para escitar una atencion tan poco razonable; mas habia en este caso ciertas circunstancias que hubieran violentado á los espíritus mas escépticos y flemáticos, y se dice que algunas veces habia hecho el animal retroceder de espanto á la curiosa muchedumbre ante la profunda y remarcable significacion de su hierro, y que á veces el jóven Metzengerstein habia palidecido y se habia sustraido ante la espresion repentina de sus ojos graves y casi humanos.

Entre la servidumbre doméstica del baron, no së encontró una siquiera que dudase del furör estraordinario de cariño que escitaban en su señor las brillantes cualidades del caballo, si se esceptúa un pajecillo insignificante, que todos encontraban estraordinariamente feo, de quien nadie hacia caso. Este paje tenia el descaro de afirmar, si es que sus dichos merecen la honra de tenerse en cuenta, que nunca su señor habia puesto el pié en el estribo sin un inesplicalble y casi imperceptible escalofrio, y que á la vuelta de cada una de sus escursiones largas y habituales, una espresion de triunfanté malignidad se retrataba en todos los músculos de su cara.

Durante una noche de tempestad, Metzergeirstein, al despertar de un pešado sueño, bajó.como un loco de sử estancia, y montado á caballo á toda prisa, se lanzó đando botes al través del laberinto del bosque.

Un acontecimiento tan comui no podia llamar la atencion de una martera tan particular; mas su vuelta fué esperada con indecible ansiedad por todos los de la casa, cuando despues de algunas horas de ausencia, los prodigiosos y magnfiöos muros del palacio de Metzengerstein empezaron á crugir y á temblar hasta sus cimientos, bajo la accion de un fuego inmenso é invencible, una masa espesa y lívida.

Como cuando se apercibieron las primeras. Ilamas, habia hecho ya tan terribles progresos el incendio, que todos los esfuerzos por, salvar una partę cualquiera del edificio, hubieran sido inútiles; toda la poblacion de los alrededores estaba en una estupefaecion silenciosa si no apătica. Mas un objeto nuevo y terrible fijó bien pronto la atencion de aquella muchedumbre y demostró cuánto mas intenso es el interés que escita: en los sentimientos de là muchedumbre la contemplacion de una agonía humana, que la que pueden producir los mas espantósos espectáculos de la materia inanimada.

En el largo paseo de encinas añosas que principiaban en el bosque y terminaban en la puerta principal del palacio de Metzengerstein un corcel con un ginete sin sombrero y casi perdidos los estribos venia corriendo con una impetuosidąd que desafiaba al demonio de la tempestad ruin.

El ginete no era evidentemente dueño del caballo desbocado: la angustia de su fisonomía, los esfuerzos convulsivos de todo su ser, daban testimonio de una lucha sobrehumana; pero ningun sonido, á escepcion de un solo grito se escapó de sus lábios lacerados que mordia alternativamente en la intensidad de su terror. En un instante el golpe de los cascos, resuena con ruido agudo y penetrante mas alto que el mugido de las llamas y el zumbido del viento: un instante aun y cruzando de un salto el foso y là puerta á un tiempo, lánzase el caballo por las escaleras quebrantadas del palacio, y caballo y caballero desaparecierón en el torbellino del fuego caotico.

La furia de la tempestad se apạciguó de repente, y siguió una calma absoluta que la reemplazó solemnemente. Una llama blanca envolvia siempre el edificio como un sudario, y rutilando á lo lejos en la atmósfera tranquila, despedia una luz de brillo extranatural, mientras que una nube de humo se abatia densa sobre los edificios, bajo la forma distinta de un jigantesco caballo.