Había una vez, un bosque que estaba lleno de vida y armonía. Los pájaros cantaban alegremente todo el tiempo. Los animales corrían y jugaban escondiéndose entre los árboles. Un cachorrito se divertía cazando gallinas, pero tan pronto atrapaba una, la soltaba y regresaba con su madre para contarle su gran hazaña, sobre todo, recordaba su enseñanza; nosotros no cazamos por entretenimiento ni porque podemos, no debemos alterar el equilibrio de la naturaleza. Por lo tanto, sólo mataremos cuando necesitemos alimentarnos de la presa, o bien, por defensa; por proteger nuestra valiosa vida.
Todas las mañanas, aquel cachorro, salía de su cueva para ir a jugar con los demás animales. Recorría cada centímetro del bosque y lo conocía como si fuera la palma de su pata.
Un día, mientras se dirigía hacia el lago junto a su madre, se topó con un animal que jamás había visto en su corta vida. Este ser caminaba erguido sobre sus dos pies. Lo que más le asombró, fueron los colores que portaba, del torso era un rojo vivo, que combinaba con los pétalos de algunas flores. Cargaba en sus manos una varita brillante del color de una piedra. El cachorro corrió y le brindó unos ligeros aullidos de bienvenida, quería mostrarle lo hermoso que era el bosque y llevarlo al lago para nadar. Su madre fue detrás de su cría y lo apartó del camino. El crujir de las hojas llamó la atención del cazador, este, sin dudarlo, apuntó con su escopeta a la loba y disparó.
El lobito, escondido tras los arbustos presenció tal atrocidad. No pudo evitar dejar de ver cómo ahora, aquel hombre cargaba el cuerpo de su madre sobre sus hombros y lo alejaba de él. Se la llevaba sin siquiera saber un por qué.
Pasaron los días y el estómago del cachorro se encontraba vacío. Él jugaba a cazar, pero jamás lo había logrado. Su mamá era la que siempre le llevaba la comida. Empezó a comer plantas y algunos frutos, pero estos no le satisfacían de la misma forma que la jugosa carne.
Un día no aguantó más y fue a donde estaban las gallinas. Estuvo jugando con ellas, cuando soltó la mordida y ya tenía una sobre su mandíbula, no fue capaz de matarla, eran sus amigas, y los amigos no se matan entre sí. Recordó lo qué le dijo su madre, sobre no matar a menos que fuera para alimentarse, pero aún así, existe la alternativa de los vegetales, no eran lo mejor, pero era otro camino en el cual no dejaría pollitos huérfanos.
Pasó el tiempo y deambulaba siempre por el bosque en búsqueda de algún animal muerto. De ser el alfa se convirtió en un mendigo, en un carroñero. Todos los días salía de su hogar con la cabeza baja, y regresaba de igual forma. Extrañaba a su madre, se preguntaba por qué aquel tipo se la arrebató de su vida.
Cuando se convirtió en adulto, supo que siempre estaría solo. No había más lobos en aquel bosque. Su madre le dijo que vivirían por siempre felices allí, y tenía coraje de que le hubiera mentido. Regresó triste a su pequeña cueva subterránea, se percató que ya no estaba. Le habían quitado su hogar y en su lugar había arboles apilados, uno sobre otro que formaban una cabaña. El lobo buscó la entrada, pero le resultó imposible. Por lo que se fue a explorar para ver si encontraba algún sitio en el cual pudiera dormir.
Pasó las heladas noches a la orilla del lago. Todos los lugares ya estaban ocupados y no quería ser el malo del cuento. No tenía la intención de despojar a alguien de su hogar, como se lo hicieron a él.
Una calurosa mañana, mientras buscaba bayas para desayunar, el lobo se percató de un ser que portaba un color rojo vivo, como la sangre, prácticamente igual que el asesino de su madre. Sólo que este era más pequeño, su olfato le decía que era otra persona. Corrió en busca de venganza, pero no pudo cobrarla, aquel sentimiento que tuvo cuando era cachorro, se apoderó nuevamente de él, pues ese humano metió su mano al bolsillo y el lobo, lleno de temor, corrió lo más rápido que pudo sin dirección. Deseaba escapar y su sorpresa fue cuando chocó contra aquella cabaña, del golpe, la puerta se abrió y entró sin dudarlo buscando donde esconderse, de hecho, no podía salir, debido a que, por la fuerza de rebote, se cerró tan pronto estaba ya dentro.
En la cama, se encontraba una persona de cabellos grises, inmóvil, sin vida. El lobo carroñero, del hambre que tenía, ya que llevaba días sin probar la deliciosa carne, comenzó a devorarla.
Un par de horas más tarde, la puerta se abrió y aquel lobo, aterrado, abrió los ojos de par en par.
La niña, cuya vista era muy mala, dijo:
—Abuelita, qué ojos tan grandes tienes…