DEDICATORIA
DE ZADIG A LA SULTANA CHERAAH, POR SADI.
A 18 del mes de Cheval, año 837 de la hegira.
Embeleso de las niñas de los ojos, tormento del corazon, luz del ánimo, no beso yo el polvo de tus piés, porque ó no andas á pié, ó si andas, pisas ó rosas ó tapetes de Iran. Ofrézcote la version de un libro de un sabio de la antigüedad, que siendo tan feliz que nada tenia que hacer, gozó la dicha mayor de divertirse con escribir la historia de Zadig, libro que dice mas de lo que parece. Ruégote que le leas y le aprecies en lo que valiere; pues aunque todavía está tu vida en su primavera, aunque te embisten de rondon los pasatiempos todos, aunque eres hermosa, y tu talento da á tu hermosura mayor realce, aunque te elogian de dia y de noche, motivos concomitantes que son mas que suficientes para que no tengas pizca de sentido comun, con todo eso tienes agudeza, discrecion, y finísimo gusto, y te he oido discurrir con mas tino que ciertos derviches viejos de luenga barba, y gorra piramidal. Eres prudente sin ser desconfiada, piadosa sin flaqueza, benéfica con acierto, amiga de tus amigos, sin colrar enemigos. Nunca cifras en decir pullas el chiste de tus agudezas, ni dices mal de nadie, ni á nadie se le haces, puesto que tan fácil cosa te seria lo uno y lo otro. Tu alma siempre me ha parecido tan perfecta como tu hermosura. Ni te falta cierto caudalejo de filosofía, que me ha persuadido á que te agradaria mas que á otra este escrito de un sabio.
Escribióse primero en el antiguo caldeo, que ni tú ni yo sabemos, y fué traducido en árabe para recreacion del nombrado sultan Ulug-beg, en los tiempos que Arabes y Persianos se daban á escribir las Mil y una Noches, los Mil y un Dias, etc. Ulug mas gustaba de leer á Zadig, pero las sultanas se divertian mas con los Mil y uno. Deciales el sabio Ulug, que como podian llevar en paciencia unos cuentos sin piés ni cabeza, que nada querian decir. Pues por eso mismo son de nuestro gusto, respondiéron las sultanas.
Espero que tú no te parezcas á ellas, y que seas un verdadero Ulug; y no desconfío de que quando te halles fatigada de conversaciones tan instructivas como los Mil y uno, aunque mucho ménos recreativas, podré yo tener la honra de que te ocupes algunos minutos de vagar en oirme cosas dichas en razon.
Si en tiempo de Scander, hijo de Filipo, hubieras sido Talestris, ó la reyna de Sabea en tiempo de Soleyman, estos reyes hubieran sido los que hubieran peregrinado por verte.
Ruego á las virtudes celestiales que tus deleytes no lleven acibar, que sea duradera tu hermosura, y tu ventura perpetua.
Sadi.
CAPITULO PRIMERO.
El tuerto.
REYNANDO el rey Moabdar, vivia en Babilonia un mozo llamado Zadig, de buena índole, que con la educacion se habia mejorado. Sabia enfrenar sus pasiones, aunque mozo y rico; ni gastaba afectacion, ni se empeñaba en que le dieran siempre la razon, y respetaba la flaqueza humana. Pasmábanse todos viendo que puesto que le sobraba agudeza, nunca se mofaba con chufletas de los desconciertos mal hilados, de las murmuraciones sin fundamento, de los disparatados fallos, de las burlas de juglares, que llamaban conversacion los Babilonios. En el libro primero de Zoroastro habia visto que es el amor propio una pelota llena de viento, y que salen de ella borrascas así, que la pican. No se alababa Zadig de que no hacia aprecio de las mugeres, y de que las dominaba. Era liberal, sin que le arredrase el temor de hacer bien á desagradecidos, cumpliendo con aquel gran mandamiento de Zoroastro, que dice: «Da de comer á los perros quando tú comieres, aunque te muerdan luego.» Era sabio quanto puede serlo el hombre, pues procuraba vivir en compañía de los sabios: habia aprendido las ciencias de los Caldeos, y estaba instruido en quanto acerca de los principios físicos de la naturaleza en su tiempo se conocia; y de metafísica sabia todo quanto en todos tiempos se ha sabido, que es decir muy poca cosa. Creía firmísimamente que un año tiene trecientos sesenta y cinco dias y un quarto, contra lo que enseñaba la moderna filosofía de su tiempo, y que estaba el sol en el centro del mundo; y quando los principales magos le decian en tono de improperio, y mirándole de reojo, que sustentaba principios sapientes hæresim, y que solo un enemigo de Dios y del estado podia decir que giraba el sol sobre su exe, y que era el año de doce meses, se callaba Zadig, sin fruncir las cejas ni encogerse de hombros.
Opulento, y por tanto no faltándole amigos, disfrutando salud, siendo buen mozo, prudente y moderado, con pecho ingenuo, y elevado ánimo, creyó que podia aspirar á ser feliz. Estaba apalabrado su matrimonio con Semira, que por su hermosura, su dote, y su cuna, era el mejor casamiento de Babilonia. Profesábale Zadig un sincero y virtuoso cariño, y Semira le amaba con pasion. Rayaba ya el venturoso dia que á enlazarlos iba, quando paseándose ámbos amantes fuera de las puertas de Babilonia, baxo unas palmas que daban sombra á las riberas del Eufrates, viéron acercarse unos hombres armados con alfanges y flechas. Eran estos unos sayones del mancebo Orcan, sobrino de un ministro, y en calidad de tal los aduladores de su tio le habian persuadido á que podia hacer quanto se le antojase.
Ninguna de las prendas y virtudes de Zadig poseía; pero creído que se le aventajaba mucho, estaba desesperado por no ser el preferido. Estos zelos, meros hijos de su vanidad, le hiciéron creer que estaba enamorado de Semira, y quiso robarla. Habíanla cogido los robadores, y con el arrebato de su violencia la habian herido, vertiendo la sangre de una persona que con su presencia los tigres del monte Imao habria amansado. Traspasaba Semira el cielo con sus lamentos, gritando: ¡Querido esposo, que me llevan de aquel á quien adoro! No la movia el peligro en que se veía, que solo en su caro Zadig pensaba. Defendíala este con todo el denuedo del amor y la valentía, y con ayuda de solos dos esclavos ahuyentó á los robadores, y se traxo á Semira ensangrentada y desmayada, que al abrir los ojos conoció à su libertador. ¡O Zadig! le dixo, os queria como á mi esposo, y ahora os quiero como aquel á quien de vida y honra soy deudora. Nunca rebosó un pecho en mas tiernos afectos que el de Semira, nunca tan linda boca pronunció con tanta viveza de aquellas inflamadas expresiones que de la gratitud del mas alto beneficio y de los mas tiernos raptos del cariño mas legitimo son hijas. Era leve su herida, y sanó en breve. Zadig estaba herido de mas peligro, porque una flecha le habia hecho una honda llaga junto al ojo. Semira importunaba á los Dioses por la cura de su amante: dia y noche bañados los ojos en llanto, aguardaba con impaciencia el instante que los de Zadig se pudieran gozar en mirarla; pero una apostema que se formó en el ojo herido causó el mayor temor. Enviáron á llamar á Menfis al célebre médico Hermes, que vino con una crecida comitiva; y habiendo visitado al enfermo declaró que irremediablemente perdia el ojo, pronosticando hasta el dia y la hora que habia de suceder tan fatal desman. Si hubiera sido, dixo, el ojo derecho, yo le curaria; pero las heridas del izquierdo no tienen cura. Toda Babilonia se dolió de la suerte de Zadig, al paso que quedó asombrada con la profunda ciencia de Hermes. Dos dias despues reventó naturalmente la apostema, y sanó Zadig. Hermes escribió un libro, probándole que no debia haber sanado, el qual Zadig no leyó; pero luego que pudo salir, fué a ver a aquella de quien esperaba su felicidad, y por quien únicamente queria tener ojos, Hallábase Semira en su quinta, tres dias hacia, y supo Zadig en el camino, que despues de declarar resueltamente que tenia una invencible antipatia á los tuertos, la hermosa dama se habia casado con Orcan aquella misma noche. Desmayóse al oir esta nueva, y estuvo en poco que su dolor le conduxera al sepulcro; mas despues de una larga enfermedad pudo mas la razon que el sentimiento, y fué no poca parte de su consuelo la misma atrocidad del agravio. Pues he sido víctima, dixo, de tan cruel antojo de una muger criada en palacio, me casaré con una hija de un honrado vecino.
Escogió pues por muger á Azora, doncella muy cuerda y de la mejor índole, en quien no notó mas defecto que alguna insustancialidad, y no poca inclinacion á creer que los mozos mas lindos eran siempre los mas cuerdos y virtuosos.
CAPITULO II.
Las narices.
UN dia que volvia del paseo Azora toda inmutada, y haciendo descompuestos ademanes: ¿Qué tienes, querida? le dixo Zadig; ¿qué es lo que tan fuera de tí te ha puesto? ¡Ay! le respondió Azora, lo mismo hicieras tú, si hubieses visto la escena que acabo yo de presenciar, Habia ido á consolár á Cosrúa, la viuda jóven que ha erigido, dos dias ha, un mausoleo al difunto mancebo, marido suyo, cabe el arroyo que baña esta pradera, jurando á los Dioses, en su dolor, que no se apartaria de las inmediaciones de este sepulcro, miéntras el arroyo no mudara su corriente. Bien está, dixo Zadig; eso es señal de que es una muger de bien, que amaba de veras á su marido. Ha, replicó Azora, si tú supieras quel era su ocupacion quendo entré á verla.—¿Qual era, hermosa Azora?—Dar otro cauce al arroyo.
Añadió luego Azora tantas invectivas, prorumpió en tan agrias acusaciones contra la viuda moza, que disgustó mucho á Zadig virtud tan jactanciosa.
Un amigo suyo, llamado Cador, era uno de los mozos que reputaba Azora por de mayor mérito y probidad que otros; Zadig le fió su secreto, afianzando, en quento le fué posible, su fidelidad con quentiosas dádivas. Despues de haber pasado Azora dos dias en una quinta de una amiga suya, se volvió á su casa al tercero. Los criados le anunciáron llorando que aquella misma noche se habia caido muerto de repente su marido, que no se habian atrevido á llevarle tan mala noticia, y que acababan de enterrar á Zadig en el sepulcro de sus padres al cabo del jardin. Lloraba Azora, mesábase los cabellos, y juraba que no queria vivir. Aquella noche pidió Cador licencia para hablar con ella, y lloraron ámbos. El siguiente dia lloraron ménos, y comiéron juntos. Fióle Cador que le habia dexado su amigo la mayor parte de su caudal, y le dió á entender que su mayor dicha seria poder partirle con ella. Lloró con esto la dama, enojóse, y se apaciguó luego; y como la cena fue mas larga que la comida, habláron ámbos con mas confianza. Hizo Azora el panegírico del difunto, confesando empero que adolecia de ciertos defectillos que en Cador no se hallaban.
En mitad de la cena se quejó Cador de un vehemente dolor en el bazo, y la dama inquieta y asustada mandó le traxeran todas las esencias con que se sahumaba, para probar si alguna era un remedio contra los dolores de bazo; sintiendo mucho que se hubiera ido ya de Babilonia el sapientísimo Kermes, y dignándose hasta de tocar el lado donde sentia Cador tan fuertes dolores. ¿Suele daros este dolor tan cruel? le dixo compasiva. A dos dedos de la sepultura me pone á veces, le respondió Cador, y no hay mas que un remedio para aliviarme, que es aplicarme al costado las narices de un hombre que haya muerto el dia antes. ¡Raro remedio! dixo Azora. No es mas raro, respondió Cador, que los cuernos de ciervo que ponen á los niños para preservarlos del mal de ojos. Esta última razon con el mucho mérito del mozo determináron al cabo á la Señora. Por fin, dixo, si las narices de mi marido son un poco mas cortas en la segunda vida que en la primera, no por eso le ha de impedir el paso el ángel Asrael, quendo atraviese el puente Schinavar, para transitar del mundo de ayer al de mañana. Diciendo esto, cogió una navaja, llegóse al sepulcro de su esposo bañándole en llanto, y se baxó para cortarle las narices; pero Zadig que estaba tendido en el sepulcro, agarrando con una mano sus narices, y desviando la navaja con la otra, se alzó de repente exclamando: Otra vez no digas tanto mal de Cosrúa, que la idea de cortarme las narices bien se las puede apostar á la de mudar la corriente de un arroyo.
CAPITULO III.
El perro y el caballo.
EN breve experimentó Zadig que, como dice el libro de Zenda-Vesta, si el primer mes de matrimonio es la luna de miel, el segundo es la de acibar.
Vióse muy presto precisado á repudiar á Azora, que se habia tornado inaguantable, y procuró ser feliz estudiando la naturaleza. No hay ser mas venturoso, decia, que el filósofo que estudia el gran libro abierto por Dios á los ojos de los hombres. Las verdades que descubre son propiedad suya: sustenta y enaltece su ánimo, y vive con sosiego, sin temor de los demas, y sin que venga su tierna esposa á cortarle las narices.
Empapado en estas ideas, se retiró á una quinta á orillas del Eufrates, donde no se ocupaba en calcular quantas pulgadas de agua pasan cada segundo baxo los arcos de un puente, ni si el mes del raton llueve una línea cúbica de agua mas que el del carnero; ni ideaba hacer seda con telarañas, ó porcelana con botellas quebradas; estudiaba, sí, las propiedades de los animales y las plantas, y en poco tiempo grangeó una sagacidad que le hacia tocar millares de diferencias donde los otros solo uniformidad veían.
Paseándose un dia junto á un bosquecillo, vió venir corriendo un eunuco de la reyna, acompañado de varios empleados de palacio: todos parecian llenos de zozobra, y corrian á todas partes como locos que andan buscando lo mas precioso que han perdido. Mancebo, le dixo el principal eunuco, ¿vísteis al perro de la reyna? Respondióle Zadig con modestia: Es perra que no perro. Teneis razon, replicó el primer eunuco. Es una perra fina muy chiquita, continuó Zadig, que ha parido poco ha, coxa del pié izquierdo delantero, y que tiene las orejas muy largas. ¿Con que la habeis visto? dixo el primer eunuco fuera de sí. No por cierto, respondió Zadig; ni la he visto, ni sabia que la reyna tuviese perra ninguna.
Aconteció que por un capricho del acaso se hubiese escapado al mismo tiempo de manos de un palafrenero del rey el mejor caballo de las caballerizas reales, y andaba corriendo por la vega de Babilonia. Iban tras de él el caballerizo mayor y todos sus subalternos con no ménos premura que el primer eunuco tras de la perra, Dirigióse el caballerizo á Zadig, preguntándole si habia visto el caballo del rey. Ese es un caballo, dixo Zadig, que tiene el mejor galope, dos varas de alto, la pesuña muy pequeña, la cola de vara y quarta de largo; el bocado del freno es de oro de veinte y tres quilates, y las herraduras de plata de once dineros. ¿Y por donde ha ido? ¿donde está? preguntó el caballerizo mayor. Ni le he visto, repuso Zadig, ni he oido nunca hablar de él.
Ni al caballerizo mayor ni al primer eunuco les quedó duda de que habia robado Zadig el caballo del rey y la perra de la reyna; conduxeronle pues á la asamblea del gran Desterham, que le condenó á doscientos azotes y seis años de presidio. No bien hubiéron dado la sentencia, quando pareciéron el caballo y la perra, de suerte que se viéron los jueces en la dolorosa precision de anular su sentencia; condenaron empero á Zadig á una multa de quatrocientas onzas de oro, porque habia dicho queno habia visto habiendo visto. Primero pagó la multa, y luego se le permitió defender su pleyto ante el consejo del gran Desterliam, donde dixo así: Astros de justicia, pozos de ciencia, espejos de la verdad, que con la gravedad del plomo unís la dureza del hierro, el brillo del diamante, y no poca afinidad con el oro, siéndome permítido hablar ante esta augusta asamblea, juro por Orosmades, que nunca ví ni la respetable perra de la reyna, ni el sagrado caballo del rey de reyes. El suceso ha sido como voy á contar. Andaba paseando por el bosquecillo donde luego encontré al venerable eunuco, y al ilustrísimo caballerizo mayor. Observé en la arena las huellas de un animal, y fácilmente conocí que era un perro chico. Unos surcos largos y ligeros, impresos en montoncillos de arena entre las huellas de las patas, me diéron á conocer que era una perra, y que le colgaban las tetas, de donde colegí que habia parido pocos dias hacia. Otros vestigios en otra direccion, que se dexaban ver siempre al ras de la arena al lado de los piés delanteros, me demostráron que tenia las orejas largas; y como las pisadas del un pié eran ménos hondas en la arena que las de los otros tres, saqué por conseqüencia que era, si soy osado á decirlo, algo coxa la perra de nuestra augusta reyna.
En quanto al caballo del rey de reyes, la verdad es que paseándome por las veredas de dicho bosque, noté las señales de las herraduras de un caballo, que estaban todas á igual distancia. Este caballo, dixe, tiene el galope perfecto. En una senda angosta que no tiene mas de dos varas y media de ancho, estaba á izquierda y á derecha barrido el polvo en algunos parages. El caballo, conjeturé yo, tiene una cola de vara y quarta, que con sus movimientos á derecha y á izquierda ha barrido este polvo. Debaxo de los árboles que formaban una enramada de dos varas de alto, estaban recien caidas las hojas de las ramas, y conocí que las habia dexado caer el caballo, que por tanto tenia dos yaras. Su freno ha de ser de oro de veinte y tres quilates, porque habiendo estregado la cabeza del bocado contra una piedra que he visto que era de toque, hice la prueba. Por fin, las marcas que han dexado las herraduras en piedras de otra especie me han probado que eran de plata de once dineros.
Quedáronse pasmados todos los jueces con el profundo y sagaz tino de Zadig, y llegó la noticia al rey y la reyna. En antesalas, salas, y gabinetes no se hablaba mas que de Zadig, y el rey mandó que se le restituyese la multa de quatrocientas onzas de oro á que habia sido sentenciado, puesto que no pocos magos eran de dictámen de quemarle como hechicero. Fuéron con mucho aparato á su casa el escribano de la causa, los alguaciles y los procuradores, á llevarle sus quatrocientas onzas, sin guardar por las costas mas que trecientas noventa y ocho; verdad es que los escribientes pidiéron una gratificacion.
Viendo Zadig que era cosa muy peligrosa el saber en demasía, hizo propósito firme de no decir en otra ocasion lo que hubiese visto, y la ocasion no tardó en presentarse. Un reo de estado se escapó, y pasó por debaxo de los balcones de Zadig. Tomáronle declaracion á este, no declaró nada; y habiéndole probado que se habia asomado al balcon, por tamaño delito fué condenado á pagar quinientas onzas do oro, y dió las gracias á los jueces por su mucha benignidad, que así era costumbre en Babilonia, ¡Gran Dios, decia Zadig entre sí, qué desgraciado es quien se pasea en un bosque por donde haya pasado el caballo del rey, ó la perrita de la reyna! ¡Qué de peligros corre quien á su balcon se asoma! ¡Qué cosa tan difícil es ser dichoso en esta vida!
CAPITULO IV.
El envidioso.
APELÓ Zadig á la amistad y á la filosofia para consolarse de los males que le habia hecho la fortuna. En un arrabal de Babilonia tenia una casa alhajada con mucho gusto, y allí reunia las artes y las recreaciones dignas de un hombre fino. Por la mañana estaba su biblioteca abierta para todos los sabios, y por la tarde su mesa á personas de buena educacion. Pero muy presto echó de ver que era muy peligroso tratar con sabios. Suscitóse una fuerte disputa acerca de una ley de Zoroastro, que prohibe comer grifo.
¿Como está prohibido el grifo, decian unos, si no hay tal animal? Fuerza es que le haya, decian otros, quando no quiere Zoroastro que le comamos.
Zadig, por ponerlos conformes, les dixo: Pues no comamos grifo, si grifos hay; y si no los hay, ménos los comerémos, y así obedecerémos á Zoroastro.
Habia un sabio escritor que habia compuesto una obra en trece tomos en folio acerca de las propiedades de los grifos, gran teurgista, que á toda priesa se fué á presentar ante el archimago Drastanés, el mas necio, y á conseqüencia el mas fanático de los Caldeos de aquellos remotos tiempos. En honra y gloria del Sol, habria este mandado empalar á Zadig, y rezado luego el breviario de Zoroastro con mas devota compuncion. Su amigo Cador (que un amigo vale mas que un ciento de clérigos) fué á ver al viejo Drastanés, y le dixo así: Gloria al Sol y á los grifos; nadie toque al pelo á Zadig, que es un santo, y mantiene grifos en su corral, sin comérselos: su acusador sí, que es herege. ¿Pues no ha sustentado que no son ni solípedos ni inmundos los conejos? Bien, bien, dixo Drastanés, meneando la temblona cabeza: á Zadig se le ha de empalar, porque tiene ideas erróneas sobre los glifos; y al otro, porque ha hablado sin miramiento de los conejos.
Apaciguólo Cador todo por medio de una moza de retrete de palacio, á quien habia hecho un chiquillo, la qual tenia mucho influxo con el colegio de los magos, y no empaláron á nadie; cosa que la murmuráron muchos doctores, y por ello pronosticáron la próxîma decadencia de Babilonia.
Decia Zadig: ¿En qué se cifra la felicidad? Todo me persigue en la tierra, hasta los seres imaginarios; y maldiciendo de los sabios, resolvió ceñirse á vivir con la gente fina.
Reuníanse en su casa los sugetos de mas fino trato de Babilonia, y las mas amables damas; servíanse exquisitas cenas, precedidas las mas veces de academias, y que animaban conversaciones amables, en que nadie aspiraba á echarlo de agudo, que es medio certísimo de ser un majadero, y deslustrar la mas brillante tertulia. Los platos y los amigos no eran los que escogia la vanagloria, que en todo preferia á la apariencia la realidad, y así se grangeaba una estimacion sólida, por eso mismo que ménos á ella aspiraba.
Vivia en frente de su casa un tal Arimazo, sugeto que llevaba la perversidad de su ánimo en la fisonomía grabada: corroíale la envidia, y reventaba de vanidad, dexando aparte que era un presumido de saber fastidioso. Como las personas finas se burlaban de él, él se vengaba hablando mal de ellas.
Con dificultad reunia en su casa aduladores, puesto que era rico. Importunábale el ruido de los coches que entraban de noche en casa de Zadig, pero mas le enfadaba el de las alabanzas que de él oía. Iba algunas veces á su casa, y se sentaba á la mesa sin que le convidaran, corrompiendo el júbilo de la compañía entera, como dicen que inficionan las arpías los manjares que tocan. Sucedióle un dia que quiso dar un banquete á una dama, que, en vez de admitirle, se fué á cenar con Zadig; y otra vez, estando ámbos hablando en palacio, se llegó un ministro que convidó á Zadig á cenar, y no le dixo nada á Arimazo. En tan flacos cimientos estriban á veces las mas crueles enemigas. Este hombre, que apellidaba Babilonia el envidioso, quiso dar al traste con Zadig, porque le llamaban el dichoso.
Cien veces al dia, dice Zoroastro, se halla ocasion para hacer daño, y para hacer bien apénas una vez al año.
Fuése el envidioso á casa de Zadig, el qual se estaba paseando por sus jardines con dos amigos, y una señora á quien decia algunas flores, sin otro ánimo que decirlas. Tratábase de una guerra que acababa de concluir con felicidad el rey contra el príncipe de Hircania, feudatario suyo. Zadig que en esta corta guerra habia dado repetidas pruebas de valor, hacia muchos elogios del rey, y mas todavía de la dama. Cogió su libro de memoria, y escribió en él quatro versos de repente, que dió á leer á su hermosa huéspeda; pero aunque sus amigos le suplicáron que se los leyese, por modestia, ó acaso por un amor propio muy discreto, no quiso hacerlo: que bien sabia que los versos de repente hechos solo son buenos para aquella para quien se hacen. Rasgó pues en dos la hoja del librillo de memoria en que los habia escrito, y tiró los dos pedazos á una enramada de rosales, donde fué en balde buscarlos. Empezó en breve á lloviznar, y se volviéron todos á los salones; pero el envidioso que se habia quedado en el jardin, tanto registró que dió con una mitad de la hoja, la qual de tal manera estaba rasgada, que la mitad de cada verso que llenaba un renglon formaba sentido, y aun un verso corto; y lo mas extraño es que, por un acaso todavía mas extraordinario, el sentido que formaban los tales versos cortos era una atroz infectiva contra el rey. Leíase en ellos:
Un monstruo detestable Hoy rige la Caldea; Su trono incontrastable. El poder mismo afea, Por la vez primera de su vida se creyó feliz el envidioso, teniendo con que perder á un hombre de bien y amable. Embriagado en tan horrible júbilo, dirigió al mismo rey esta sátira escrita de pluma de Zadig, el qual, con sus dos amigos y la dama, fué llevado á la cárcel, y se le formó causa, sin que se dignaran de oirle. Púsose el envidioso, quando le hubiéron sentenciado, en el camino por donde habia de pasar, y le dixo que no valian nada sus versos. No lo echaba Zadig de poeta; sentia empero en el alma verse condenado como reo de lesa-magestad, y dexar dos amigos y una hermosa dama en la cárcel por un delito que no habia cometido. No le permitiéron alegar nada en su defensa, porque el libro de memoria estaba claro, y que así era estilo en Babilonia. Caminaba pues al cadahalso, atravesando inmensas filas de gentes curiosas; ninguno se atrevia á condolerse de él, pero sí se agolpaban para exâminar qué cara ponia, y si iba á morir con aliento. Sus parientes eran los únicos afligidos, porque no heredaban, habiéndose confiscado las tres quartas partes de su caudal á beneficio del erario, y la restante al del envidioso.
Miéntras que se estaba disponiendo á morir, se voló del balcon el loro del rey, y fué á posarse en los rosales del jardin de Zadig. Habia derribado el viento un melocoton de un árbol inmediato, que habia caido sobre un pedazo de un librillo de memoria escrito, y se le habia pegado. Agarró el loro el melocoton con lo escrito, y se lo llevó todo á las rodillas del rey.
Curioso esta leyó unas palabras que no significaban nada, y parecian fines de verso. Como era aficionado á la poesía, y que siempre se puede sacar algo con los príncipes que gustan de coplas, le dió en que pensar la aventura del papagayo. Acordándose entónces la reyna de lo que habia en el trozo del libro de memoria de Zadig, mandó que se le traxesen, y confrontando ámbos trozos se vió que venia uno con otro; y los versos de Zadig, leidos como él los habia escrito, eran los siguientes: Un monstruo detestable es la sangrienta guerra; Hoy rige la Caldea en paz el rey sin sustos: Su trono incontrastable amor tiene en la tierra; El poder mismo afea quien no goza sus gustos.
Al punto mandó el rey que traxeran á Zadig á su presencia, y que sacaran de la cárcel á sus dos amigos y la hermosa dama. Postróse el rostro por el suelo Zadig á las plantas del rey y la reyna; pidióles rendidamente perdon por los malos versos que habia compuesto, y habló con tal donayre, tino y agudeza, que los monarcas quisiéron volver á verle: volvió, y gustó mas. Le adjudicáron los bienes del envidioso que injustamente le habia acusado: Zadig se los restituyó todos, y el único afecto del corazon de su acusador fué el gozo de no perder lo que tenia. De dia en dia se aumentaba el aprecio que el rey de Zadig hacia: convidábale á todas sus recreaciones, y le consultaba en todos asuntos. Desde entónces la reyna empezó á mirarle con una complacencia que podia acarrear graves peligros á ella, á su augusto esposo, á Zadig y al reyno entero, y Zadig á creer que no es cosa tan dificultosa vivir feliz.
CAPITULO V.
El generoso.
VINO la época de la celebridad de una solemne fiesta que se hacia cada cinco años, porque era estilo en Babilonia declarar con solemnidad, al cabo de cinco años, qual de los ciudadanos habia hecho la mas generosa accion.
Los jueces eran los grandes y los magos. Exponia el primer satrapa encargado del gobierno de la ciudad, las acciones mas ilustres hechas en el tiempo de su gobierno; los jueces votaban, y el rey pronunciaba la decision. De los extremos de la tierra acudian espectadores á esta solemnidad.
Recibia el vencedor de mano del monarca una copa de oro guarnecida de piedras preciosas, y le decia el rey estas palabras: «Recibid este premio de la generosidad, y oxalá me concedan los Dioses muchos vasallos que á vos se parezcan.»
Llegado este memorable dia, se dexó ver el rey en su trono, rodeado de grandes, magos y diputados de todas las naciones, que venian, á unos juegos donde no con la ligereza de los caballos, ni con la fuerza corporal, sino con la virtud se grangeaba la gloria. Recitó en voz alta el satrapa las acciones por las quales podian sus autores merecer el inestimable premio, y no habló siquiera de la magnanimidad con que habia restituido Zadig todo su caudal al envidioso: que no era esta accion que mereciera disputar el premio.
Primero presentó á un juez que habiendo, en virtud de una equivocacion de que no era responsable, fallado un pleyto importante contra un ciudadano, le habia dado todo su caudal, que era lo equivalente de la perdida del litigante.
Luego produxo un mancebo que perdido de amor por una doncella con quien se iba á casar, se la cedió no obstante á un amigo suyo, que estaba á la muerte por amores de la misma, y ademas dotó la doncella.
Hizo luego comparecer á un militar que en la guerra de Hircania habia dado exemplo todavía de mayor generosidad. Llevábanse á suamada unos soldados enemigos, y miéntras la estaba defendiendo contra ellos, le viniéron á decir que otros Hircanos se llevaban de allí cerca á su madre; y abandonó llorando á su querida, por libertar á la madre. Quando volvió á tomar la defensa de su dama, la encontró expirando, y se quiso dar la muerte; pero le representó su madre que no tenia mas apoyo que él, y tuvo ánimo para sufrir la vida.
Inclinábanse los jueces por este soldado; pero el rey tomando la palabra, dixo: Accion es noble la suya, y tambien lo son las de los otros, pero no me pasman; y ayer hizo Zadig una que me ha pasmado. Pocos dias ha que ha caido de mi gracia Coreb, mi ministro y valido. Quejábame de él con vehemencia, y todos los palaciegos me decian que era yo demasiadamente misericordioso; todos decian á porfía mal de Coreb. Pregunté su dictámen á Zadig, y se atrevió á alaharle. Confieso que en nuestras historias he visto exemplos de haber pagado un yerro con su caudal, cedido su dama, ó antepuesto su madre al objeto de su amor; pero nunca he leido que un palaciego haya dicho bien de un ministro caido con quien estaba enojado su soberano. A cada uno de aquellos cuyas acciones se han recitado le doy veinte mil monedas de oro; pero la copa se la doy á Zadig.
Señor, replicó este, vuestra magestad es el único que la merece, y quien ha hecho la mas inaudita accion, pues siendo rey no se ha indignado contra su esclavo que contradecia su pasion. Todos celebráron admirados al rey y á Zadig. Recibiéron las dádivas del monarca el juez qus habia dado su caudal, el amante que habia casado á su amada con su amigo, y el soldado que ántes quiso librar á su madre que á su dama; y Zadig obtuvo la copa.
Grangeóse el rey la reputacion de buen príncipe, que no conservó mucho tiempo; y se consagró el dia con fiestas que duráron mas de lo que prescribia la ley, conservándose aun su memoria en el Asia. Decia Zadig: ¡con que en fin soy feliz! pero Zadig se engañaba.
CAPITULO VI.
El ministro.
HABIENDO perdido el rey á su primer ministro, escogió á Zadig para desempeñar este cargo. Todas las hermosas damas de Babilonia aplaudiéron esta eleccion, porque nunca habia habido ministro tan mozo desde la fundacion del imperio: todos los palaciegos la sintiéron; al envidioso le dió un vómito de sangre, y se le hincháron extraordinariamente las narices. Dió Zadig las gracias al rey y á la reyna, y fué luego á dárselas al loro. Precioso páxaro, le dixo, tú has sido quien me has librado la vida, y quien me has hecho primer ministro. Mucho mal me habian hecho la perra y el caballo de sus magestades, pero tú me has hecho mucho bien. ¡En qué cosas estriba la suerte de los humanos! Pero puede ser que mi dicha se desvanezca dentro de pocos instantes. El loro respondió: ántes. Dió golpe á Zadig esta palabra; puesto que á fuer de buen físico que no creía que fuesen los loros profetas, se sosegó luego, y empezó á servir su cargo lo mejor que supo.
Hizo que á todo el mundo alcanzara el sagrado poder de las leyes, y que á ninguno abrumara el peso de su dignidad. No impidió la libertad de votos en el divan, y cada visir podia, sin disgustarle, exponer su dictámen.
Quando fallaba de un asunto, la ley, no él, era quien fallaba; pero quando esta era muy severa, la suavízaba; y quando faltaba ley, la hacia su equidad tal, que se hubiera podido atribuir á Zoroastro. El fué quien dexó vinculado en las naciones el gran principio de que vale mas libertar un reo, que condenar un inocente. Pensaba que era destino de las leyes no ménos socorrer á los ciudadanos que amedrentarlos. Cifrábase su principal habilidad en desenmarañar la verdad que procuran todos obscurecer.
Sirvióse de esta habilidad desde los primeros dias de su administracion.
Habia muerto en las Indias un comerciante muy nombrado de Babilonia: y habiendo dexado su caudal por iguales partes á sus dos hijos, despues de dotar á su hija, dexaba ademas un legado de treinta mil monedas de oro á aquel de sus hijos que se decidiese que le habia querido mas. El mayor le erigió un sepulcro, y el menor dió á su hermana parte de su herencia en aumento de su dote. La gente decia: El mayor queria mas á su padre, y el menor quiere mas á su hermana: las treinta mil monedas se deben dar al mayor. Llamó Zadig sucesivamente á los dos, y le dixo al mayor: No ha muerto vuestro padre, que ha sanado de su última enfermedad, y vuelve á Babilonia. Loado sea Dios, respondió el mancebo; pero su sepulcro me habia costado harto caro. Lo mismo dixo luego Zadig al menor. Loado sea Dios, respondió, voy á restituir á mi padre todo quanto tengo, pero quisiera que dexase á mi hermana lo que le he dado. No restituiréis nada, dixo Zadig, y se os darán las treinta mil monedas, que vos sois el que mas á vuestro padre queríais.
Habia dado una doncella muy rica palabra de matrimonio á dos magos, y despues de haber recibido algunos meses instrucciones de ámbos, se encontró en cinta. Ambos querian casarse con ella. La doncella dixo que seria su marido el que la habia puesto en estado de dar un ciudadano al imperio. Uno decia: Yo he sido quien he hecho esta buena obra; el otro: No, que soy yo quien he tenido tanta dicha. Está bien, respondió la doncella, reconozco por padre de la criatura el que le pueda dar mejor educacion.
Parió un chico, y quiso educarle uno y otro mago. Llevada la instancia ante Zadig, los llamó á entrámbos, y dixo al primero: ¿Qué has de enseñar á tu alumno? Enseñaréle, respondió el doctor, las ocho partes de la oracion, la dialéctica, la astrologia, la demonología, qué cosa es la sustancia y el accidente, lo abstracto y lo concreto, las monadas y la harmonía preestablecida. Pues yo, dixo el segundo, procuraré hacerle justo y digno de tener amigos. Zadig falló: Ora seas ó no su padre, tú te casarás con su madre.
Todos los dias venian quejas á la corte contra el Itimadulet de Media, llamado Irax, gran potentado, que no era de perversa índole, pero que la vanidad y el deleyte le habian estragado. Raras veces permitia que le hablasen, y nunca que se atreviesen á contradecirle. No son tan vanos los pavones, ni mas voluptuosas las palomas, ni ménos perezosos los galápagos; solo respiraba vanagloria y deleytes vanos.
Probóse Zadig á corregirle, y le envió de parte del rey un maestro de música, con doce cantores y veinte y quatro violines, un mayordomo con seis cocineros y quatro gentiles-hombres, que no le dexaban nunca. Decia la órden del rey que se siguiese puntualísimamente el siguiente ceremonial, como aquí se pone.
El dia primero, así que se despertó el voluptuoso Irax, entró el maestro de música acompañado de los cantores y violines, y cantáron una cantata que duró dos horas, y de tres en tres minutos era el estribillo: ¡Quanto merecimiento! ¡Qué gracia, qué nobleza! ¡Que ufano, que contento debe estar de sí propio su grandeza!
Concluida la cantata, le recitó un gentil-hombre una arenga que duró tres quartos de hora, pintándole como un dechado perfecto de quantas prendas le faltaban; y acabada, le lleváron á la mesa al toque de los instrumentos. Duró tres horas la comida; y así que abria la boca para decir algo, exclamaba el gentil-hombre: Su Excelencia tendra razon. Apénas decia quatro palabras; interrumpia el segundo gentil-hombre, diciendo: Su Excelencia tiene razon. Los otros dos seltaban la carcajada en aplauso de los chistes que habia dicho ó debido decir Irax. Servidos que fuéron los postres, se repitió la cantata.
Parecióle delicioso el primer dia, y quedó persuadido de que le honraba el rey de reyes conforme á su mérito. El segundo le fué algo ménos grato; el tercero estuvo incomodado; el quarto no le pudo aguantar; el quinto fué un tormento; finalmente, aburrido de oir cantar sin cesar: ¡qué ufano, qué contento dele estar de sí propio su grandeza! de que siempre le dixeran que tenia razon, y de que le repitieran la misma arenga todos los dias á la propia hora, escribió á la corte suplicando al rey que fuese dignado de llamar á sus gentiles-hombres, sus músicos y su mayordomo, prometiendo tener mas aplicacion y ménos vanidad. Luego gustó ménos de aduladores, dió ménos fiestas, y fué mas feliz; porque, como dice el Sader, sin cesar placeres no son placeres.
CAPITULO VII.
Disputas y audiencias.
DE este modo acreditaba Zadig cada dia su agudo ingenío y su buen corazon; todos le miraban con admiracion, y le amaban empero. Era reputado el mas venturoso de los hombres; lleno estaba todo el imperio de su nombre; guiñábanle á hurtadillas todas las mugeres; ensalzaban su justificacion los ciudadanos todos; los sabios le miraban como un oráculo, y hasta los mismos magos confesaban que sabia punto mas que el viejo archi- mago Siara, tan léjos entónces de formarle cansa acerca de los grifos, que solo se creía lo que á él le parecia creible.
Reynaba de mil y quinientos años atras una gran contienda en Babilonia, que tenia dividido el imperio en dos irreconciliables sectas: la una sustentaba que siempre se debia entrar en el templo de Mitras el pié izquierdo por delante; y la otra miraba con abominacion semejante estilo, y llevaba siempre el pié derecho delantero. Todo el mundo aguardaba con ansia el dia de la fiesta solemne del fuego sagrado, para saber qué secta favorecia Zadig: todos tenian clavados los ojos en sus dos piés; toda la ciudad estaba suspensa y agitada. Entró Zadig en el templo saltando á pié- juntilla, y luego en un eloqüente discurso hizo ver que el Dios del cielo y la tierra, que no mira con privilegio á nadie, el mismo caso hace del pié izquierdo que del derecho. Dixo el envidioso y su muger que no habia suficientes figuras en su arenga, donde no se vían baylar las montañas ni las colinas. Decian que no habia en ella ni xugo ni talento, que no se vía la mar ahuyentada, las estrellas por tierra, y el sol derretido como cera vírgen; por fin, que no estaba en buen estilo oriental. Zadig no aspiraba mas que á que fuese su estilo el de la razon. Todo el mundo se declaró en su favor, no porque estaba en el camino de la verdad, ni porque era discreto, ni porque era amable, sino porque era primer visir.
No dió ménos felice cima á otro intrincadísimo pleyto de los magos blancos con los negros. Los blancos decian que era impiedad dirigirse al oriente del hibierno, quando los ficles oraban á Dios; y los negros afirmaban que miraba Dios con horror á los hombres que se dirígian al poniente del verano. Zadig mandó que se volviera cada uno hácia donde quisiese.
Encontró medio para despachar por la mañana los asuntos particulares y generales, y lo demas del dia se ocupaba en hermosear á Babilonia. Hacia representar tragedias para llorar, y comedias para reir; cosa que habia dexado de estilarse mucho tiempo hacia, y que él restableció, porque era sugeto de gusto fino. No tenia la manía de querer entender mas que los pentos en las artes, los quales los remuneraba con dádivas y
condecoraciones, sin envidiar en secreto su habilidad. Por la noche divertia mucho al rey, y mas á la reyna. Decia el rey: ¡Qué gran ministro! y la reyna: ¡Qué amable ministro! y ambos añadian: Lástima fuera que le hubieran ahorcado.
Nunca otro en tan alto cargo se vió precisado á dar tantas audiencias á las damas: las mas venian á hablarle de algún negocio que no les importaba, para probarse á hacerle con él. Una de las primeras que se presentó fué la muger del envidioso, juándole por Mitras, por Zenda-Vesta, y por el fuego sagrado, que siempre habia mirado con detestacion la conducta de su marido. Luego le fió que era el tal marida zeloso y mal criado, y le dió á entender que le castigaban los Dioses privándole de los preciosos efectos de aquel sacro fuego, el único que hace á los hombres semejantes á los inmortales; por fin dexó caer una liga. Cogióla Zadig con su acostumbrada cortesanía, pero no se la ató á la dama á la pierna; y este leve yerro, si por tal puede tenerse, fué orígen de las desventuras mas horrendas. Zadig no pensó en ello, pero la muger del envidioso pensó mas de lo que decirse puede.
Cada dia se le presentaban nuevas damas. Aseguran los anales secretos de Babilonia, que cayó una vez en la tentacion, pero que quedó pasmado de gozar sin deleyte, y de tener su dama en sus brazos distraido. Era aquella á quien sin pensar dió pruebas de su proteccion, una camarista de la reyna astarte. Por consolarse decia para sí esta enamorada Babilonia: Menester es que tenga este hombre atestada la cabeza de negocios, pues aun en el lance de gozar de su amor piensa en ellos. Escapósele á Zadig en aquellos
instantes en que los mas no dicen palabra, ó solo dicen palabras sagradas, clamar de repente: la reyna; y creyó la Babilonia, que vuelto en sí en un instante delicioso le habia dicho reyna mia. Mas Zadig, distraido siempre, pronunció el nombre de Astarte; y la dama, que en tan feliz situacion todo lo interpretaba á su favor, se figuró que queria decir que era mas hermosa que la reyna Astarte. Salió del serrallo de Zadig habiendo recibido espléndidos regalos, y fué á contar esta aventura á la envidiosa, que era su íntima amiga, la qual quedó penetrada de dolor por la preferencia. Ni siquiera se ha dignado, decia, de atarme esta malhadada liga, que no quiero que me vuelva á servir, ¡Ha, ha! dixo la afortunada á la envidiosa, las mismas ligas llevais que la reyna: ¿las tomais en la misma tienda? Sumióse en sus ideas la envidiosa, no respondió, y se fué á consultar con el envidioso su marido.
Entretanto Zadig conocia que estaba distraido quando daba audiencia, y quando juzgaba; y no sabia á qué atribuirlo: esta era su única pesadumbre. Soñó una noche que estaba acostado primero encima de unas yerbas secas, entre las quales habia algunas punzantes que le incomodaban; que luego reposaba blandamente sobre un lecho de rosas, del qual salia una sierpe que con su venenosa y acerada lengua le heria el corazon. ¡Ay! decia, mucho tiempo he estado acostado encima de las secas y punzantes yerbas; ahora lo estoy en el lecho de rosas: ¿mas qual será la serpiente?
CAPITULO VIII.
Los zelos.
DE su misma dicha vino la desgracia de Zadig, pero mas aun de su mérito.
Todos los dias conversaba con el rey, y con su augusta esposa Astarte, y aumentaba el embeleso de su conversacion aquel deseo de gustar, que, con respecto al entendimiento, es como el arreo á la hermosura; y poco á poco hicieron su mocedad y sus gracias una impresion en Astarte, que á los principios no conoció ella propia. Crecia esta pasion en el regazo de la inocencia, abandonándose Astarte sin escrúpulo ni rezelo al gusto de ver y de oir á un hombre amado de su esposo y del reyno entero. Alababásele sin cesar al rey, hablaba de él con sus damas, que ponderaban mas aun sus prendas, y iodo así ahondaba en su pecho la flecha que no sentia. Hacia regalos á Zadig, en que tenia mas parte el amor de lo que ella se pensaba; y muchas veces, quando se figuraba que le hablaba como reyna, satisfecha se expresaba como muger enamorada.
Muy mas hermosa era Astarte que la Semira que tanta ojeriza tenia con los tuertos, y que la otra que habia querido cortar á su esposo las narices. Con la llaneza de Astarte, con sus tiernas razones de que empezaba á sonrojarse, con sus miradas que procuraba apartar de él, y que en las suyas se clavaban, se encendió en el pecho de Zadig un fuego que á él propio le pasmaba.
Combatió, llamo á su auxîlio la filosofía que siempre le habia socorrido; pero esta ni alumbró su entendimiento, ni alivió su ánimo. Ofrecíanse ante él, como otros tantos dioses vengadores, la obligacion, la gratitud, la magestad suprema violadas: combatia y vencia; pero una victoria á cada instante disputada, le costaba lágrimas y suspiros. Ya no se atrevia á conversar con la reyna con aquella serena libertad que tanto á entrámbos habia embelesado; cubríanse de una nube sus ojos; eran sus razones confusas y mal hiladas; baxaba los ojos; y quando involuntariamente en Astarte los ponia, encontraba los suyos bañados en lágrimas, de donde salian inflamados rayos. Parece quese decian uno á otro: Nos adoramos, y tememos amarnos; ámbos ardemos en un fuego que condenamos. De la conversacion de la reyna salia Zadig fuera de sí, desatentado, y como abrumado con una caiga con la qual no podia. En medio de la violencia de su agitacion, dexó que su amigo Cador columbrara su secreto, como uno que habiendo largo tiempo aguantado las punzadas de un vehemente dolor, descubre al fin su dolencia por un grito lastimero que vencido de sus tormentos levanta, y por el sudor frio que por su semblante corre.
Díxole Cador: Ya habia yo distinguido los afectos que de vos mismo os esforzábais á ocultar: que tienen las pasiones señales infalibles; y si yo he leido en vuestro corazon, contemplad, amado Zadig, si descubrirá el rey un amor que le agravia; él que no tiene otro defecto que ser el mas zeloso de los mortales. Vos resistís á vuestra pasion con mas vigor que combate astarte la suya, porque sois filósofo y sois Zadig. Astarte es muger, y eso mas dexa que se expliquen sus ojos con imprudencia que no piensa ser culpada: satisfecha por desgracia con su inocencia, no se cura de las apariencias necesarias. Miéntras que no le remuerda en nada la conciencia, tendré miedo de que se pierda. Si ámbos estuviéseis acordes, frustraríais los ojos mas linces: una pasion en su cuna y contrarestada rompe afuera; el amor satisfecho se sabe ocultar. Estremecióse Zadig con la propuesta de engañar al monarca su bienhechor, y nunca fué mas fiel á su príncipe que quando culpado de un involuntario delito. En tanto la reyna repetia con tal freqüencia el nombre de Zadig; colorábanse de manera sus mexillas al pronunciarle; quando le hablaba delante del rey, estaba unas veces tan animada y otras tan confusa; parábase tan pensativa quando se iba, que turbado el rey creyó todo quanto vía, y se figuró lo que no vía. Observó sobre todo que las babuchas de su muger eran azules, y azules las de Zadig; que los lazos de su muger eran pajizos, y pajizo el turbante de Zadig: tremendos indicios para un príncipe delicado. En breve se tornáron en su ánimo exâsperado en certeza las sospechas.
Los esclavos de los reyes y las reynas son otras tantas espías de sus mas escondidos afectos, y en breve descubriéron que estaba Astarte enamorada, y Moabdar zeloso. Persuadió el envidioso á la envidiosa á que enviara al rey su liga que se parecia á la de la reyna; y para mayor desgracia, era azul dicha liga. El monarca solo pensó entónces en el modo de vengarse. Una noche se resolvió á dar un veneno á la reyna, y á enviar un lazo á Zadig al rayar del alba, y dió esta órden á un despiadado eunuco, executor de sus venganzas. Hallábase á la sazon en el aposento del rey un enanillo mudo, pero no sordo, que dexaban allí como un animalejo doméstico, y era testigo de los mas recónditos secretos. Era el tal mudo muy afecto á la reyna y á Zadig, y escuchó con no ménos asombro que horror dar la órden de matarlos ámbos. ¿Mas cómo haria para precaver la execucion de tan espantosa órden, que se iba á cumplir destro de pocas horas? No sabia escribir, pero sí pintar, y especialmente retratar al vivo los objetos. Una parte de la noche la pasó dibuxando lo que queria que supiera la reyna: representaba su dibuxo, en un rincon del quadro, al rey enfurecido dando órdenes á su eunuco; en otro rincon una cuerda azul y un vaso sobre una mesa, con unas ligas azules, y unas cintas pajizas; y en medio del quadro la reyna moribunda en brazos de sus damas, y á sus plantas Zadig ahorcado. Figuraba el horizonte el nacimiento del sol, como para denotar que esta horrenda catástrofe debia executarse al rayar de la aurora. Luego que hubo acabado, se fué corriendo al aposento de una dama de Astarte, la despertó, y le dixo por señas que era menester que llevara al instante aquel quadro á la reyna.
Hete pues que á media noche llaman á la puerta de Zadig, le despiertan, y le entregan una esquela de la reyna: dudando Zadig si es sueño, rompe el nema con trémula mano. ¡Qué pasmo no fué el suyo, ni quien puede pintar la consternacion y el horror que le sobrecogiéron, quando leyó las siguientes palabras! «Huid sin tardanza, ó van á quitaros la vida. Huid, Zadig, que yo os lo mando en nombre de nuestro amor, y de mis cintas pajizas. No era culpada, pero veo que voy á morir delinquente.»
Apénas tuyo Zadig fuerza para articular una palabra. Mandó llamar á Cador, y sin decirle nada le dió la esquela; y Cador le forzó á que obedeciese, y á que tomase sin detenerse el camino de Menfis. Si os aventurais á ir á ver á la reyna, le dixo, acelerais su muerte; y si hablais con el rey, tambien es perdida. Yo me encargo de su suerte, seguid vos la vuestra: esparciré la voz de que os habeis encaminado hácia la India, iré pronto á buscaros, y os diré lo que hubiere sucedido en Babilonia.
Sin perder un minuto, hizo Cador llevar á una salida excusada de palacio dos dromedarios ensillados de los mas andariegos; en uno montó Zadig, que no se podia tener, y estaba á punto de muerte, y en otro el único criado que le acompañaba. A poco rato Cador sumido en dolor y asombro hubo perdido á su amigo de vista.
Llegó el ilustre prófugo á la cima de un collado de donde se descubria á Babilonia, y clavando los ojos en el palacio de la reyna se cayó desmayado. Quando recobró el sentido, vertió abundante llanto, invocando la muerte. Al fin despues de haber lamentado la deplorable estrella de la mas amable de las mugeres, y la primera reyna del mundo, reflexîonando un instante en su propia suerte, dixo: ¡Válame Dios; y lo que es la vida humana! ¡O virtud, para que me has valido! Indignamente me han engañado dos mugeres; y la tercera, que no es culpada, y es mas hermosa que las otras, va á morir. Todo quanto bien he hecho ha sido un manantial de maldiciones para mí; y si me he visto exâltado al ápice de la grandeza, ha sido para despeñarme en la mas honda sima de la desventura. Si como tantos hubiera sido malo, seria, como ellos, dichoso. Abrumado con tan fatales ideas, cubiertos los ojos de un velo de dolor, pálido de color de muerte el semblante, y sumido el ánimo en el abismo de una tenebrosa desesperacion, siguió su viage hácia el Egipto.
CAPITULO IX.
La muger aporreada.
ENCAMINABASE Zadig en la direccion de las estrellas, y le guiaban la constelacion de Orion y el luciente astro de Sirio hácia el polo de Canopo.
Contemplaba admirado estos vastos globos de luz que parecen imperceptibles chispas á nuestra vista, al paso que la tierra que realmente es un punto infinitamente pequeño en la naturaleza, la mira nuestra codicia como tan grande y tan noble. Representábase entónces á los hombres como realmente son, unos insectos que unos á otros se devoran sobre un mezquino átomo de cieno; imágen verdadera que acallaba al parecer sus cuitas, retratándole la nada de su ser y de Babilonia misma. Lanzábase su ánimo en lo infinito, y desprendido de sus sentidos contemplaba el inmutable órden, del universo. Mas quando luego tornando en sí, y entrando dentro de su corazon, pensaba en Astarte, muerta acaso á causa de él, todo el universo desaparecia, y no vía mas que á la moribunda Astarte y al malhadado Zadig. Agitado de este fluxo y refluxo de sublime filosofía y de acerbo duelo, caminaba hácia las fronteras de Egipto, y ya habia llegado su fiel criado al primer pueblo, y le buscaba alojamiento. Paseábase en tanto Zadig por los jardines que ornaban las inmediaciones del lugar, quando á corta distancia del camino real vió una muger llorando, que invocaba cielos y tierra en su auxîlio, y un hombre enfurecido en seguimiento suyo.
Alcanzábala ya; abrazaba ella sus rodillas, y el hombre la cargaba de golpes y denuestos. Por la saña del Egipcio, y los reiterados perdones que le pedia la dama, coligió que él era zeloso y ella infiel; pero habiendo contemplado á la muger, que era una beldad peregrina, y que ademas se parecia algo á la desventurada Astarte, se sintió movido de compasion en favor de ella, y de horror contra el Egipcio. Socorredme, exclamó la dama á Zadig entre sollozos, y sacadme de poder del mas inhumano de los mortales; libradme la vida. Oyendo estas voces, fué Zadig á interponerse entre ella y este cruel. Entendia algo la lengua egipcia, y le dixo en este idioma: Si teneis humanidad, ruégoos que respeteis la flaqueza y la hermosura. ¿Cómo agraviáis un dechado de perfecciones de la naturaleza, postrado á vuestras plantas, sin mas defensa que sus lágrimas? Ha, ha, le dixo el hombre colérico: ¿con que tambien tú la quieres? pues en tí me voy á vengar.
Dichas estas razones, dexa á la dama que tenia asida por los cabellos, y cogiendo la lanza va á pasársela por el pecho al extrangero. Este que estaba sosegado paró con facilidad el encuentro de aquel frenético, agarrando la lanza por junto al hierro de que estaba armada. Forcejando uno por retirarla, y otro por quitársela, se hizo pedazos. Saca entónces el Egipcio su espada, ármase Zadig con la suya, y se embisten uno y otro. Da aquel mil precipitados golpes; páralos este con maña: y la dama sentada sobre el césped los mira, y compone su vestido y su tocado. Era el Egipcio mas forzudo que su contrario, Zadig era mas mañoso: este peleaba como un hombre que guiaba el brazo por su inteligencia, y aquel como un loco que ciego con los arrebatos de su saña le movia á la aventura. Va Zadig á él, le desarma; y quando mas enfurecido el Egipcio se quiere tirar á él, le agarra, le aprieta entre sus brazos, le derriba por tierra, y poniéndole la espada al pecho, le quiere dexar la vida. Desatinado el Egipcio saca un puñal, y hiere á Zadig, quando vencedor este le perdonaba; y Zadig indignado le pasa con su espada el corazon. Lanza el Egipcio un horrendo grito, y muere convulso y desesperado, Volvióse entonces Zadig á la dama, y con voz rendida le dixo: Me ha forzado á que le mate; ya estais vengada, y libre del hombre mas furibundo que he visto: ¿qué quereis, Señora, que haga? Que mueras, infame, replicó ella, que has quitado la vida á mi amante: ¡oxalá pudiera yo despedazarte el corazon! Por cierto, Señora, respondió Zadig, que era raro sugeto vuestro amante; os aporreaba con todas sus fuerzas, y me queria dar la muerte, porque me habíais suplicado que os socorriese. ¡Pluguiera al cielo, repuso la dama en descompasados gritos, que me estuviera aporreando todavía, que bien me lo teniamerecido, por haberle dado zelos!
¡Pluguiera al cielo, repito, que él me aporreara, y que estuvieras tú como él! Mas pasmado y mas enojado Zadig que nunca en toda, su vida, le dixo: Bien mereciérais, puesto que sois linda, que os aporreara yo como él hacia, tanta es vuestra locura; pero no me tomaré ese trabajo. Subió luego en su camello, y se encaminó al pueblo. Pocos pasos habia andado, quando volvió la cara al ruido que metian quatro correos de Babilonia, que á carrera tendida venian. Dixo uno de ellos al ver á la muger: Esta misma es, que se parece á las señas que nos han dado; y sin curarse del muerto, echáron mano de la dama. Daba esta gritos á Zadig diciendo: Socorredme, generoso extrangero; perdonadme si os he agraviado: socorredme, y soy vuestra hasta el sepulcro. Pero á Zadig se le habia pasado la manía de pelear otra vez por favorecerla. Para el tonto, respondió, que se dexare engañar. Ademas estabaherido, iba perdiendo la sangre, necesitaba de que le diesen socorro; y le asustaba la vista de los quatro Babilonios despachados, segun toda apariencia, por el rey Moabdar. Aguijó pues el paso hácia el lugar, no pudiendo almar porque venian quatro coricos de Babilonia á prender á esta Egipcia, pero mas pasmado todavía de la condicion de la tal dama.
CAPITULO X.
La esclavitud.
ENTRANDO en la aldea egipcia, se vió cercado de gente que decia á gritos: Este es el robador de la hermosa Misuf, y el que acaba de asesinar á Cletofis. Señores, les respondió, líbreme Dios de robar en mi vida á vuestra hermosa Misuf, que es antojadiza en demasía; y á ese Cletofis no le he asesinado, sino que me he defendido de él, porque me queria matar, por haberle rendidamente suplicado que perdonase á la hermosa Misuf, á quien daba desaforados golpes. Yo soy extrangero, vengo á refugiarme en Egipto; y no es presumible que uno que viene á pedir vuestro amparo, empiece robando á una muger y asesinando á un hombre.
Eran en aquel tiempo los Egipcios justos y humanos. Conduxo la gente á Zadig á la casa de cabildo, donde primero le curáron la herida, y luego tomáron separadamente declaracion á él y á su criado para averiguar la verdad, de la qual resultó notorio que no era asesino; pero habiendo derramado la sangre de un hombre, le condenaba la ley á ser esclavo.
Vendiéronse en beneficio del pueblo los dos camellos, y se repartió entre los vecinos todo el oro que traía; él mismo fué puesto á pública subhasta en la plaza del mercado, junto con su compañero de viage, y se remató la venta en un mercader árabe, llamado Setoc; pero como el criado era mas apto para la faena que el amo, fué vendido mucho mas caro, porque no habia comparacion entre uno y otro. Fué pues esclavo Zadig, y subordinado á su propio criado: atáronlos juntos con un grillete, y en este estado siguiéron á su casa al mercader árabe. En el camino consolaba Zadig á su criado exhortándole á tener paciencia, y haciendo, según acostumbraba, reflexîones sobre las humanas vicisitudes. Bien veo que la fatalidad de mi estrella se ha comunicado á la tuya. Hasta ahora todas mis cosas han tomado raro giro: me han condenado á una multa por haber visto pasar una perra; ha estado en poco que me empalaran por un grifo; he sido condenado á muerte por haber compuesto unos versos en alabanza del rey; me he huido á uña de caballo de la horca, porque gastaba la reyna cintas amarillas; y ahora soy esclavo contigo, porque un zafio ha aporreado á su dama. Vamos, no perdamos ánimo, que acaso todo esto tendrá fin: fuerza es que los mercaderes árabes tengan esclavos; ¿y por qué no lo he de ser yo lo mismo que otro, siendo hombre lo mismo que otro? No ha de ser ningun inhumano este mercader; y si quiere sacar fruto de las faenas de sus esclavos, menester es que los trate bien. Así decia, y en lo interior de su corazon no pensaba mas que en el destino de la reyna de Babilonia.
Dos dias despues se partió el mercader Setoc con sus esclavos y sus camellos á la Arabia desierta. Residia su tribu en el desierto de Oreb, y era arduo y largo el camino. Durante la marcha hacia Setoc mucho mas aprecio del criado que del amo, y le daba mucho mejor trato porque sabia cargar mas bien los camellos.
Dos jornadas de Oreb murió un camello, y la carga se repartió sobre los hombros de los esclavos, cabiéndole su parte á Zadig. Echóse á reir Setoc, al ver que todos iban encorvados; y se tomó Zadig la libertad de explicarle la razon, enseñándole las leyes del equilibrio. Pasmado el mercader le empozó á tratar con mas miramiento; y viendo Zadig que habia despertado su curiosidad, se la aumentó instruyéndole de varias cosas que no eran agenas de su comercio; de la gravedad específica de los metales y otras materias en igual volúmen, de las propiedades de muchos animales útiles, y de los medios de sacar fruto de los que no lo eran: por fin, le pareció un sabio, y en adelante le apreció en mas que á su camarada que tanto habia estimado, le dió buen trato, y le salió bien la cuenta.
Así que llegó Setoc á su tribu, reclamó de un hebreo quinientas onzas de plata que le habia prestado á presencia de dos testigos; pero habian muerto ámbos, y el hebreo que no podia ser convencido, se guardaba la plata del mercader, dando gracias á Dios porque le habia proporcionado modo de engañar á un árabe. Comunicó Setoc el negocio con Zadig de quien habia hecho su consejero. ¿Qué condicion tiene vuestro deudor? le dixo Zadig. La condicion de un bribon, replicó Setoc. Lo que yo pregunto es si es vivo ó flemático, imprudente ó discreto. De quantos malos pagadores conozco, dixo Setoc, es el mas vivo. Está bien, repuso Zadig, permitidme que abogue yo en vuestra demanda ante el juez. Con efecto citó al tribunal al hebreo, y habló al juez en estos términos: Almohada del trono de equidad, yo soy venido para reclamar, en nombre de mi amo, quinientas onzas de plata que prestó á este hombre, y que no le quiere pagar. ¿Teneis testigos? dixo el juez. No, porque se han muerto; mas queda una ancha piedra sobre la cual se contó el dinero; y si gusta vuestra grandeza mandar que vayan á buscar la piedra, espero que ella dará testimonio de la verdad. Aquí nos quedarémos el hebreo y yo, hasta que llegue la piedra, que enviaré á buscar á costa de mi amo Setoc. Me place, dijo el juez; y paso á despachar otros asuntos.
Al fin de la audiencia dixo á Zadig: ¿Con que no ha llegado esa piedra todavía? Respondió el hebreo soltando la risa: Aquí se estaria vuestra grandeza hasta mañana, esperando la piedra, porque está mas de seis millas de aquí, y son necesarios quince hombres para menearla. Bueno está, exclamó Zadig, ¿no habia dicho yo que la piedra daria testimonio? una vez que sabe ese hombre donde está, confiesa que se contó el dinero sobre ella. Confuso el hebreo se vió precisado á declarar la verdad, y el juez mandó que le pusiesen atado á la piedra, sin comer ni beber, hasta que restituyese las quinientas onzas de plata que pagó al instante; y el esclavo Zadig y la piedra se grangeáron mucha reputacion en toda la Arabia.
CAPITULO XI.
La hoguera.
EMBELESADO Setoc hizo de sti esclavo su mas íntimo amigo, y no podia vivir sin él, como habia sucedido al rey de Babilonia: fué la fortuna de Zadig que Setoc no era casado. Descubrió este en su amo excelente índole, mucha rectitud y una sana razon, y sentia ver que adorase el exército celestial, quiero decir el sol, la luna y las estrellas, como era costumbre antigua en la Arabia; y le hablaba á veces de este culto, aunque con mucha reserva. Un dia por fin le dixo que eran unos cuerpos como los demas, y no mas acreedores á su veneracion que un árbol ó un peñasco. Sí tal, replicó Setoc, que son seres eternos que nos hacen mil bienes, animan la naturaleza, arreglan las estaciones; aparte de que distan tanto de nosotros que no es posible ménos de reverenciarlos. Mas provecho sacais, respondió Zadig, de las ondas del mar Roxo, que conduce vuestros géneros á la India: ¿y por qué no ha de ser tan antiguo como las estrellas? Si adorais lo que dista de vos, tambien habeis de adorar la tierra de los Gangaridas, que está al cabo del mundo. No, decia Setoc; mas el brillo de las estrellas es tanto, que es menester adorarlas. Aquella noche encendió Zadig muchas hachas en la tienda donde cenaba con Setoc; y luego que se presentó su amo, se hincó de rodillas ante los cirios que ardian, diciéndoles: Eternas y brillantes lumbreras, sedme propicias. Pronunciadas estas palabras, se sentó á la mesa sin mirar á Setoc. ¿Qué haceis? le dixo este admirado. Lo que vos, respondió Zadig; adoro esas luces, y no hago caso de su amo y mio. Setoc entendió lo profundo del apólogo, albergó en su alma la sabiduria de su esclavo, dexó de tributar homenage á las criaturas, y adoró el Ser eterno que las ha formado.
Reynaba entónces en la Arabia un horroroso estilo, cuyo orígen venia de la Escitia, y establecido luego en las Indias á influxo de los bracmanes, amenazaba todo el Oriente. Quando moria un casado, y queria ser santa su cara esposa, se quemaba públicamente sobre el cadáver de su marido, en una solemne fiesta, que llamaban la hoguera de la viudez; y la tribu mas estimada era aquella en que mas mugeres se quemaban. Murió un árabe de la tribu de Setoc, y la viuda, por nombre Almona, persona muy devota, anunció el dia y la hora que se habia do tirar al fuego, al son da atambores y trompetas. Representó Zadig á Setoc quan opuesto era tan horrible estilo al bien del humano linage; que cada dia dexaban quemar á viudas mozas que podian dar hijos al estado, ó criar á lo ménos los que tenian; y convino Setoc en que era preciso hacer quanto para abolir tan inhumano estilo fuese posible. Pero añadió luego: Mas de mil años ha que estan las mugeres en posesion de quemarse vivas. ¿Quién se ha de atrever á mudar una lej consagrada por el tiempo? ¿ni qué cosa hay mas respetable que un abuso antiguo? Mas antigua es todavía la razon, replicó Zadig; hablad vos con los caudillos de las tribus, miéntras yo voy á verme con la viuda moza.
Presentóse á ella; y despues de hacerse buen lugar encareciendo su hermosura, y de haberle dicho quan lastimosa cosa era que tantas perfecciones fuesen pasto de las llamas, tambien exâltó su constancia y su esfuerzo. ¿Tanto queríais á vuestro marido? le dixo. ¿Quererle? no por cierto, respondió la dama árabe: si era un zafio, un zeloso, hombre inaguantable; pero tongo hecho propósito firme de tirarme á su hoguera. Sin duda, dixo Zadig, que debe ser un gusto exquisito esto de quemarse viva.
Ha, la naturaleza se estremece, dixo la dama, pero no tiene remedio. Soy devota, y perderia la reputacion que por tal he grangeado, y todos se reirian de mí si no me quemara. Habiéndola hecho confesar Zadig que se quemaba por el que dirán y por mera vanidad, conversó largo rato con ella, de modo que le inspiró algun apego á la vida, y cierta buena voluntad á quien con ella razonaba, ¿Qué hiciérais, le dixo en fin, si no estuviérais poseida de la vanidad de quemaros? Ha, dixo la dama, creo que os brindaria con mi mano. Lleno Zadig de la idea de Astarte, no respondió á esta declaracion, pero fué al punto á ver á los caudillos de las tribus, y les contó lo sucedido, aconsejándoles que promulgaran una ley por la qual no seria permitido á ninguna viuda quemarse ántes de haber hablado á solas con un mancebo por espacio de una hora entera; y desde entónces ninguna dama se quemó en toda Arabia, debiéndose así á Zadig la obligacion de ver abolido en solo ua dia estilo tan cruel, que reynaba tantos siglos habia: por donde merece ser nombrado el bienhechor de la Arabia.
CAPITULO XII.
La cena.
NO pudiendo Setoc apartarse de este hombre en quien residia la sabiduría, le llevó consigoá la gran feria de Basora, donde se juntaban los principales traficantes del globo habitable. Zadig se alegró mucho viendo en un mismo sitio juntos tantos hombres de tan varios paises, y le pareció que era el universo una vasta familia que se hallaba reunida en Basora. Comió el segundo dia á la misma mesa con un Egipcio, un Indio gangarida, un morador del Catay, un Griego, un Celta, y otra muchedumbre de extrangeros, que en sus viages freqüentes al seno Arábigo habian aprendido el suficiente árabe para darse á entender. El Egipcío no cabia en sí de enojo.
¡Qué abominable pais es Basora! mil onzas de oro no me han querido dar sobre la alhaja mas preciosa del mundo. ¿Cómo así? dixo Setoc; ¿sobre qué alhaja? Sobre el cuerpo de mi tia, respondió el Egipcio, la mas honrada muger de Egipto, que siempre me acompañaba, y se ha muerto en el camino; he hecho de ella una de las mas hermosas mómias que pueden verse, y en mi tierra encontraria todo quanto dinero pidiese sobre esta prenda. Buena cosa es que no me quieran dar siquiera mil onzas de oro, empeñando un efecto de tanto precio. Lleno de furor todavía iba á comerse la pechuga de un excelente pollo guisado, quando cogiéndole el Indio de la mano, le dixo en tono compungido: Ha ¿qué vais á hacer? A comer de ese pollo, le respondió el hombre de la mómia. No hagáis tal, replicó el Gangarida, que pudiera ser que hubiese pasado el alma de la difunta al cuerpo de este pollo, y no os habeis de aventurar á comeros á vuestra tia. Guisar los pollos es un agravio manifiesto contra la naturaleza. ¿Qué nos traeis aquí con vuestra naturaleza, y vuestros pollos? repuso el iracundo Egipcio: nosotros adoramos un buey, y comemos vaca. ¡Un buey adorais! ¿Es posible? dijo el hombre del Ganges. ¿Y cómo si es posible? continuó el otro: ciento treinta y cinco mil años ha que así lo hacemos, y nadie entre nosotros lo lleva á mal. Ha, en eso de ciento treinta y cinco mil, dixo el Indio, hay su poco de ponderacion, porque no ha mas de ochenta mil que está poblada la India, y nosotros somos los mas antiguos; y Brama nos habia prohibido que nos comiéramos á los bueyes, ántes que vosotros los pusiérais en los altares y en las parrillas. Valiente animal es vuestro Brama comparado con Apis, dixo el Egipcio; ¿qué cosas tan portentosas ha hecho ese Brama? El bracman le replicó: ha enseñado á los hombres á leer y escribir, y la tierra le debe el juego de axedrez. Estais equivocado, dixo un Caldeo que á su lado estaba; el pez Oanes es el autor de tan señalados beneficios, y á él solo se le debe de justicia tributar homenage. Todo el mundo sabe que era un ser divino, que tenia la cola de oro, y una cabeza humana muy hermosa, y salia del mar para predicar en la tierra tres horas al dia. Tuvo muchos hijos, que todos fuéron reyes, como es notorio. En mi casa tengo su imágen, y la adoro como es debido. Lícito es comer vaca hasta no querer mas, pero es accion impía sobre manera guisar pescado. Dexando esto aparte, ámbos sois de orígen muy bastarda y reciente, y no podeis disputar conmigo. La nacion egipcia no pasa de ciento treinta y cinco mil años, y los Indios no se dan arriba de ochenta mil, miéntras que conservamos nosotros calendarios de quatro mil siglos. Creedme, y dexaos de desatinos, y os daré á cada uno una efigia muy hermosa de Oanes.
Tomando entónces la palabra el hombre de Cambalu, dixo: Mucho respeto á los Egipcios, á los Caldeos, á los Griegos, á los Celtas, á Brama, al buey Apis, y al hermoso pez Oanes; pero el Li ó el Tien, como le quieran llamar[1], no valen ménos acaso que los bueyes y los peces. No mentaré mi pais, que es tamaño como el Egipto, la Caldea y las Indias juntas, ni disputare acerca de su antigüedad, porque lo que importa es ser feliz, y sirve de poco ser antiguo; pero si se trata de almanaques, diré que en toda el Asia corren los nuestros, y que los poseíamos aventajados, ántes que supieran los Caldeos la arismética.
Todos sois unos ignorantes, todos sin excepcion, exclamó el Griego. ¿Pues qué, no sabeis que el padre de todo es el caos, y que el estado en que vemos el mundo es obra de la forma y la materia? Habló el tal Griego largo rato, hasta que le interrumpió el Celta, el qual habia bebido miéntras que altercaban los demas, y que creyéndose entónces mas instruido que todos, dixo echando por vidas, que solo Teutates y las agallas de roble merecian mentarse; que él llevaba siempre agallas en el bolsillo; que sus ascendientes los Escitas eran los únicos sugetos honrados que habia habido en el universo, puesto que de verdad comian á veces carne humana, pero que eso no quitaba que fuesen una nacion muy respetable; por fin, que si alguien decia mal de Teutates, él le enseñaria á no ser mal hablado. Encendióse entónces la contienda, y vió Setoc la hora en que se iba á ensangrentar la mesa. Zadig, que no habia desplegado los labios durante la altercacion, se levantó, y dirigiéndose primero al Celta, que era el mas furioso, le dixo que tenia mucha razon, y le pidió agallas; alabó luego la eloqüencia del Griego, y calmó todos los ánimos irritados. Poco dixo al del Catay, que habia hablado con mas juicio que los demas; y al cabo se explicó así: Amigos mios, íbais á enojaros sin motivo, porque todos sois del mismo dictámen.
Todos se alborotáron al oir tal. ¿No es verdad, dixo al Celta, que no adoráis esta agalla, mas sí al que crió el roble y las agallas? Así es la verdad, respondió el Celta. Y vos, Señor Egipcio, de presumir es que en un buey tributais homenage al que os ha dado los bueyes. Eso es, dixo el Egipcio. El pez Oanes, continuó, le debe ceder á aquel que formó la mar y los peces.
Estamos conformes, dixo el Caldeo. El Indio y el Catayés reconocen igualmente que vosotros, añadió, un principio primitivo. No he entendido muy bien las maravillosas lindezas que ha dicho el Griego, pero estoy cierto de que tambien admite un ser superior del qual depende la forma y la materia. El Griego, que se vía celebrado, dixo que Zadig habia comprendido perfectamente su idea. Con que todos estais conformes, repuso Zadig, y no hay motivo de contienda. Abrazóle todo el mundo; y Setoc, despues de haber vendido muy caros sus géneros, se volvió con su amigo Zadig á su tribu. Así que llegó, supo Zadig que se le habia formado causa en su ausencia, y que le iban á quemar vivo.
- Õ Voces chinas, que quieren decir Li, la luz natural, la razon; y Tien, el cielo; y tambien significan á Dios.
CAPITULO XIII.
Las citas.
MIÉNTRAS este viage á Basora, concertáron los sacerdotes de las estrellas el castigo de Zadig. Pertenecíanles por derecho divino las piedras preciosas y demas joyas de las viudas mozas que morian en la hoguera; y lo ménos que podian hacer con Zadig era quemarle por el flaco servicio que les habia hecho. Acusáronle por tanto de que llevaba opiniones erróneas acerca del exército celestial, y declaráron con juramento solemne que le habian oido decir que las estrellas no se ponian en la mar. Estremeciéronse los jueces de tan horrenda blasfemia; poco faltó para que rasgaran sus vestiduras al oir palabras tan impías, y las hubieran rasgado sin duda, si hubiera tenido Zadig con que pagarlas; mas se moderáron en la violencia de su dolor, y se ciñéron á condenar al reo á ser quemado vivo. Desesperado Setoc usó todo su crédito para librar á su amigo, pero en breve le impusiéron silencio.
Almona, la viuda moza que habia cobrado mucha aficion á la vida, y se la debia á Zadig, se resolvió á sacarle de la hoguera, que como tan abusiva se la habia él presentado; y formando su plan en su cabeza, no dió parte de él á nadie. Al otro dia iba á ser ajusticiado Zadig: solamente aquella noche le quedaba para libertarle, y la aprovechó como muger caritativa y discreta.
Sahumóse, atildóse, aumentó el lucimiento de su hermosura con el mas bizarro y pomposo trage, y pidió audiencia secreta al sumo sacerdote de las estrellas. Así que se halló en presencia de este venerable anciano, le habló de esta manera: Hijo primogénito de la Osa mayor, hermano del toro, primo del can celeste (que tales eran los dictados de este pontífice), os vengo á fiar mis escrúpulos. Mucho temo haber cometido un gravísimo pecado no quemándome en la hoguera de mi amado marido. Y en efecto, ¿qué es lo que he conservado? una carne perecedera, y ya marchita. Al decir esto, sacó de unos luengos mitones de seda unos brazos de maravillosa forma, y de la blancura del mas puro alabastro. Ya veis, dixo, quan poco vale todo esto. Al pontífice se le figuró que esto valia mucho: aseguráronlo sus ojos, y lo confirmó su lengua, haciendo mil juramentos de que no habia en toda su vida visto tan hermosos brazos. ¡Ay! dixo la viuda, acaso los brazos no son tan malos; pero confesad que el pecho no merece ser mirado. Diciendo esto, desabrochó el mas lindo seno que pudo formar naturaleza; un capullo de rosa sobre una bola de marfil parecia junto á él un poco de rubia que colora un palo de box, y la lana de los albos corderos que salen de la alberca era amarilla á su lado. Este pecho, dos ojos negros rasgados que suaves y muelles de amoroso fuego brillaban, las mexillas animadas en púrpura con la mas cándida leche mezclada, una nariz que no se semejaba á la torre del monte Libano, sus labios que así se parecian como dos hilos de coral que las mas bellas perlas de la mar de Arabia ensartaban; todo este conjunto en fin persuadió al viejo á que se habia vuelto á sus veinte años. Tartamudo declaró su amor; y viéndole Almona inflamado, le pidió el perdon de Zadig.
¡Ay! respondió él, hermosa dama, con toda mi ánima se le concediera, mas para nada valdria mi indulgencia, porque es menester que firmen otros tres de mis colegas. Firmad vos una por una, dixo Almona, Con mucho gusto, respondió el sacerdote, con la condicion de que sean vuestros favores premio de mi condescendencia. Mucho me honrais, replicó Almona; pero tomaos el trabajo de venir á mi quarto despues de puesto el sol, quando raye sobre el horizonte la luciente estrella de Scheat; en un sofá color de rosa me hallaréis, y haréis con vuestra sierva lo que fuere de vuestro agrado. Salió sin tardanza con la firma, dexando al viejo no ménos que enamorado desronfiándose de sus fuerzas; el qual lo restante del dia lo gastó en bañarse, y bebió un licor compuesto con canela de Ceylan y con preciosas especias de Tidor y Tornate, aguardando con ansia que saliese la estrella de Scheat.
En tanto la hermosa Almona fué á ver al segundo pontífice, que le dixo que comparados con sos ojos eran fuegos fatuos el sol, la luna, y todos los astros del firmamento. Solicitó ella la misma gracia, y él le propuso el mismo premio. Dexóse vencer Almona, y citó al segundo pontífice para quando nace la estrella Algenib. Fué de allí á casa del tercero y quarto sacerdote, llevándose de cada uno su firma, y citándolos de estrella á estrella. Avisó entónces á los jueces que vinieran á su casa para un asunto de la mayor gravedad. Fuéron en efecto, y ella les enseñó las quatro firmas, y les dió parte del precio á que habian vendido los sacerdotes el perdon de Zadig. Llegó cada uno á la hora señalada, y quedó pasmado de encontrarse con sus colegas, y todavía mas con los jueces que fuéron testigos de su ignominia. Fué puesto en libertad Zadig, y Setoc tan prendado de la maña de Almona, que la tomó por su muger propia.
CAPITULO XIV.
El bayle.
TENIA que ir Setoc para negocios de su tráfico á la isla de Serendib; pero el primer mes de casados, que, como ya llevamos dicho, es la luna de miel, no le dexó ni separarse de su muger, ni aun presumir que podria separarse un dia de ella. Rogó por tanto á su amigo Zadig que hiciera por el este viage.
¡Ay! decia Zadig: ¿con que aun he de poner mas tierra entre la hermosa Astarte y yo? Pero es fuerza que sirva á mis bienhechores. Así dijo, lloró, y se partió.
A poco tiempo de haber aportado á la isla de Serendib, era tenido por hombre muy superior. Escogiéronle los negociantes por su árbitro, los sabios por su amigo, y el corto número de aquellos que piden consejo por su consejero. Quiso el rey verle y oirle, y conoció en breve quanto valia Zadig; se fió de su discrecion, y le hizo amigo suyo. Temblaba Zadig de la llaneza y la estimacion con que le trataba el rey, pensando de noche y de dia en las desventuras que le habia acarreado la amistad de Moabdar. El rey me quiere, decia; ¿seré un hombre perdido? Con todo no se podia zafar de los halagos de su magestad, porque debemos confesar que era uno de los mas cumplidos príncipes del Asia Nabuzan, rey de Serendib, hijo de Nuzanab, hijo de Nabuzan, hijo de Sambusna; y era difícil que á quien le trataba, de cerca no le prendase.
Sin cesar elogiaban, engañaban y robaban á este buen príncipe; y cada qual metia la mano como á porfía en el erario. El principal ministro de hacienda de la isla de Serendib daba este precioso exemplo, y todos los subalternos le imitaban con fervor. El rey, que lo sabia, habia mudado varias veces de ministro, pero nunca habia podido mudar el estilo admitido de dividir las rentas reales en dos partes desiguales; la mas pequeña para su magestad, y la mayor para sus administradores.
Fió el buen rey Nabuzan su cuita del sabio Zadig. Vos que tantas cosas sabeis, le dixo, ¿no sabríais modo para que tope yo con un tesorero que no me robe? Sí por cierto, respondió Zadig; un modo infalible sé de buscaros uno que tenga las manos limpias. Contentísimo el rey le preguntó, dándole un abrazo, como haria. No hay mas, replicó Zadig, que hacer baylar á quantos pretenden la dignidad de tesorero; y el que con mas ligereza baylare, será infaliblemente el mas hombre de bien. Os estais burlando, dixo el rey: ¡donoso modo por cierto de elegir un ministro de hacienda!
¿Con que el que mas listo fuere para dar cabriolas en el ayre ha de ser el mas integro y mas hábil administrador? No digo yo que haya de ser el mas hábil, replicó Zadig, pero lo que sí aseguro es que indubitablemente ha de ser el mas honrado. Tanta era la confianza con que lo decia Zadig, que se persuadió el rey á que poseía algun secreto sobrenatural para conocer á los administradores. Yo no gusto de cosas sobrenaturales, dixo Zadig, ni he podido nunca llevar en paciencia ni los hombres que hacen milagros, ni los libros que los mentan: y si quiere vuestra magestad permitir que haga la prueba, quedará convencido de que mi secreto es tan fácil como sencillo.
Mas se pasmó Nabuzan, rey de Serendib, al oir que era sencillo el secreto, que si le hubiera dicho que era milagroso. Está bien, le dixo, haced lo que os parezca. Dexadlo estar, que ganaréis con esta prueba mas de lo que pensais. Aquel mismo dia mandó pregonar en nombre del rey, que todos quantos aspiraban al empleo de principal ministro de las rentas de su sacra magestad Nabuzan, hijo de Nuzanab, viniesen con vestidos ligeros de seda á la antecámara del rey, el primer dia de la luna del crocodílo. Acudiéron en número de sesenta y quatro. Estaban los músicos en una sala inmediata, y dispuesto todo para un bayle; pero estaba cerrada la puerta de la sala, y para entrar en ella habia que atravesar una galería bastante obscura. Vino un uxier á conducir uno tras de otro á cada candidato por este pasadizo, donde le dexaba solo algunos minutos. El rey que estaba avisado, habia hecho poner todos sus tesoros en la galería. Quando llegáron los pretendientes á la sala, mandó su magestad que baylaran, y nunca se habian visto baylarines mas topos ni con ménos desenvoltura; todos andaban la cabeza baxa, las espaldas corvas, y las manos pegadas al cuerpo. ¡Qué bribones! decia en voz baxa Zadig. Uno solo hacia con agilidad las mudanzas, levantada la cabeza, sereno el mirar, derecho el cuerpo, y firmes las rodillas. ¡Qué hombre tan de bien, qué honrado sugeto! dixo Zadig. Dió el rey un abrazo á este buen baylarin, y le nombró su tesorero: todos los demas fuéron justamente castigados y multados, porque miéntras que habian estado en la galería, habia llenado cada uno sus bolsillos, y apénas podia dar paso.
Compadecióse el rey de la humana naturaleza, contemplando que de sesenta y quatro baylarines los sesenta y tres eran ladrones rateros, y se dió á la galería obscura el título de corredor de la tentacion. En Persia hubieran empalado á los sesenta y tres magnates; en otros paises, hubieran nombrado un juzgado, que hubiera consumido en costas el triplo del dinero robado, y no hubiera puesto un maravedí en las arcas reales; en otros, se hubieran justificado plenamente, y hubiera caido de la gracia el ágil baylirin: en Serendib fuéron condenados á aumentar el fisco, porque era Nabuzan muy clemente.
No era ménos agradecido, y dió á Zadig una suma mas quantiosa que nunra habia robado tesorero ninguno al rey su amo. Valióse de este dinero Zadig para enviar á Babilonia expresos que le informaran de la suerte de Astarte. Al dar esta órden le tembló la voz, se le agolpó la sangre hácia el corazon, se cubriéron de un tenebroso velo sus ojos, y se paró á punto de muerte. Partióse el correo, vióle embarcar Zadig, y se volvió á palacio, donde sin ver á nadie, y creyendo que estaba en su aposento, pronunció el nombre de amor. Si, el amor, dixo el rey; de eso justamente se trata, y habeis adivinado la causa de mi pena. ¡Qué grande hombre sois! Espero que me enseñeis á conocer una muger firme, como me habeis hecho hallar un tesorero desinteresado. Volviendo en sí Zadig le prometió servirle en su amor como habia hecho en real hacienda, aunque parecia la empresa mas ardua todavía.
CAPITULO XV.
Los ojos azules.
MI cuerpo y mi corazon, dixo el rey á Zadig… Oyendo estas palabras no pudo ménos el Babilonio de interrumpir á su magestad, y de decirle: ¡Cuánto celebro que no hayáis dicho mi alma y mi corazon, porque no oimos mas voces que estas en las conversaciones de Babilonia, ni leemos libros que no traten del corazon y el alma, escritos por autores que ni uno ni otra tienen; pero perdonadme, Señor, y proseguid. Nabuzan continuó: Mi cuerpo y mi corazon son propensos al amor; á la primera de estas dos potencias le sobran satisfacciones, que tengo cien mugeres á mi disposicion, hermosas todas, complacientes, obsequiosas, y voluptuosas, ó fingiendo que lo son conmigo. No es empero mi corazon tan afortunado, porque tengo sobrada experiencia de que el halagado es el rey de Serendib, y que hacen poquisimo aprecio de Nabuzan. No por eso digo que sean infieles mis mugeres, puesto que quisiera encontrar una que me quisiera por mí propio, y diera por ella las cien beldades que poseo. Decidme si en mis cien sultanas hay una que de veras me quiera.
Respondióle Zadig lo mismo que acerca del ministro de hacienda. Señor, dexadlo á mi cargo; pero permitidme primero que disponga de todas las riquezas que se expusiéron en la galería de la tentacion, y no dudeis de que os daré buena cuenta de ellas, y no perderéis un ardite. Dióle el rey amplías facultades, y escogió Zadig treinta y tres jorobados de los mas feos de Serendib, treinta y tres pages de los mas lindos, y treinta y tres de los mas eloqüentes y forzudos bonzos. Dexóles á todos facultad de introducirse en los retretes de las sultanas; dió á cada jorobado quatro mil monedas de oro que regalar, y el primer dia fuéron todos felices. Los pages que no tenian otra dádiva que hacer que la de su persona, tardáron dos ó tres dias en conseguir lo que solicitaban; y tuviéron mas dificultad en salir non la suya los bonzos; pero al cabo se les rindiéron treinta y tres devotas. Presenció el rey todas estas pruebas por unas celosías que daban en los aposentos de las sultanas, y se quedó atónito, que de sus cien mugeres las noventa y nueve se rindiéron á su presencia. Quedaba una muy jóven y muy novicia, á la qual nunca habia tocado su magestad: arrimáronse á ella uno, dos y tres jorobados, ofrecréndole hasta veinte mil monedas; pero se mantuvo incorruptible, riéndose de la idea de los jorobados que creían que su dinero los hacia mas bonitos. Presentáronse los dos mas lindos pages, y les dixo que le parecia el rey mas lindo. Acometióla luego el bonzo mas eloqüente, y despues el mas intrépido: al primero le trató de parlanchin, y no pudo entender qual fuese el mérito del segundo. Todo se cifra en el corazon, dixo: yo no he de ceder ni al oro de un jorobado, ni á la hermosura de un page, ni á las artes de un bonzo; ni he de querer á nadie mas que á Nabuzan; hijo de Nuzanab, esperando á que él me corresponda. Quedó el rey embargado en júbilo, cariño y admiracion. Volvió á tomar todo el dinero con que habian comprado los jorobados su buena ventura, y se le regaló á la hermosa Falida, que así se llamaba esta beldad. Dióle con él su corazon, que merecia de sobra, porque nunca se vió juventud mas brillante y mas florida que la suya, nunca hermosura que mas digna de prendar fuese. Verdad es que no calla la historia que hacia mal una cortesía; pero confiesa que baylaba como las hadas, cantaba como las sirenas, y hablaba como las Gracias, y estaba colmada de habilidades y virtud.
Adorábala el amado Nabuzan; pero tenia Falida ojos azules, lo qual causó las mas funestas desgracias. Estaba prohibido por una antigua ley de Serendib, que se enamoraran de una de las mugeres que llamáron luego los Griegos BOOPES; y hacia mas de cinco mil años que habia promulgado esta ley el sumo bonzo, por apropiarse para sí la dama del primer rey de la isla de Serendib; de suerte que el anatema de los ojos azules se habia hecho ley fundamental del estado. Todas las clases del estado hiciéron enérgicas representaciones á Nabuzan; y públicamente se decia que era llegada la fatal catástrofe del reyno, que estaba colmada la medida de la abominacion, que un siniestro suceso amenazaba la naturaleza; en una palabra, que Nabuzan, hijo de Nuzanab, estaba enamorado de dos ojos azules rasgados. Los jorobados, los bonzos, los asentistas, y las ojinegras inficionáron de mal-contentos el reyno entero.
El descontento universal animó á los pueblos salvages que viven al norte de Serendib á invadir los estados del buen Nabuzan. Pidió subsidios á sus vasallos, y los bonzos que eran dueños e la mìtad de las rentas del estado, se contentáron con levantar las manos al cielo, y se negáron á llevar su dinero al erario para sacar de ahogo al rey. Cantáron lindas oraciones en música, y dexáron que los bárbaros asolaran el estado.
Querido Zadig, ¿me sacarás de este horrible apuro? le dixo en lastimoso tono Nabuzan. Con mucho gusto, respondió Zadig; los bonzos os darán quanto dinero querais. Abandonad las tierras donde tienen levantados sus palacios, y no defendais mas que las vuestras. Hízolo así Nabuzan; y quando viniéron los bonzos á echarse á sus plantas, implorando su asistencia, les respondió el rey con una soberbia música cuya letra eran oraciones al cielo, rogando por la conservacion de sus tierras. Entónces los bonzos diéron dinero, y se concluyó con felicidad la guerra. De esta suerte por sus prudentes y dichosos consejos, y por los mas señalados servicios, se habia acarreado Zadig la irreconciliable enemiga de los mas poderosos del estado: juráron su pérdida los bonzos y las oji-negras, desacreditáronle jorobados y asentistas, y le hiciéron sospechoso al buen Nabuzan. Los servicios que el hombre hace se quedan en la antesala, y las sospechas penetran al gabinete, segun dice Zoroastro. Todos los dias eran acusaciones nuevas; la primera se repele, la segunda hace mella, la tercera hiere, y la quarta mata.
Asustado Zadig, que habia puesto en auge los asuntos de su amigo, y enviádole su dinero, no pensó mas que en partirse de la isla, y en ir á saber en persona noticias de Astarte; porque si permanezco en Serendib, decia, me harán empalar los bonzos. ¿Pero adonde iré? en Egipto seré esclavo, en Arabia segun las apariencias quemado, y ahorcado en Babilonia. Con todo menester es saber qué ha sido de Astarte: partámonos, y apuremos lo que me destina mi suerte fatal.
CAPITULO XVI.
El bandolero.
AL llegar á las fronteras que separan la Arabia petrea de la Syria, y al pasar por junto á un fuerte castillo, saliéron de él unos Arabes armados. Vióse rodeado de hombres que le gritaban: Ríndete; todo quanto traes es nuestro, y tu persona pertenece á nuestro amo. En respuesta sacó Zadig la espada; lo mismo hizo su criado que era valiente, y dexáron sin vida á los primeros Arabes que los habian embestido: dobló el número de enemigos, mas ellos no se desalentáron, y se resolviéron á morir en la pelea. Víanse dos hombres que se defendian contra una muchedumbre; tan desigual contienda poco podia durar. Viendo desde una ventana el dueño del castillo, que se llamaba Arbogad, los portentos de valor que hacia Zadig, le cobró estimacion. Baxó por tanto, y vino en persona á contener á los sujos, y librar á los dos caminantes. Quanto por mis tierras pasa es mio, dixo, no ménos que lo que en tierras agenas encuentro; pero me pareceis tan valeroso, que os exîmo de la comun ley. Hízole entrar en el castillo, mandando á su tropa que le tratase bien; y aquella noche quiso cenar con Zadig.
Era el amo de este castillo uno de aquellos Arabes que llaman ladrones, el qual entre mil atrocidades solia hacer alguna accion buena; robaba con una furiosa rapacidad, y daba con prodigalidad: intrépido en una accion, de buen genio en el trato de la vida, bebedor en la mesa, de buen humor quando habia bebido, y sobretodo sin solapa ninguna. Gustóle mucho Zadig, y con la conversacion que se animó duró mucho el banquete. Díxole en fin Arbogad: Aconsejoos que tomeis partido conmigo, no podeis hacer cosa mejor; no es tan malo el oficio, y un dia podeis llegar á ser lo que yo soy. ¿Se puede saber, respondió Zádig, desde quando exercitais tan hidalga profesion? Desde niño, replicó el señor. Era criado de un Arabe muy hábil, y no podia acostumbrarme á mi estado, desesperado de ver que perteneciendo igualmente la tierra á todos, no me hubiera cabido á mí la porcion correspondiente. Fiéle mi pena á un Arabe viejo, el qual me dixo: Hijo mio, no te desesperes; sábete que en tiempos antiguos habia un grano de arena que se dolia de ser un átomo desconocido en un desierto; andando años, se convirtió en diamante, y es hoy el mas precioso joyel de la corona del rey de las Indias. Dióme tanto golpe esta respuesta, que siendo grano de arena me determiné á volverme diamante. Robé primero dos caballos, me junté con otros compañeros, púseme en breve en estado de robar caravanas poco crecidas; y así fué disminuyéndose la desproporcion que de mi á los demás habia. Participé de los bienes de este mundo, v me resarcí con usura: tuviéronme en mucho, llegué á ser señor bandolero, y gané este castillo tomándole por fuerza. Quiso quitármele el sátrapa de Syria, pero era ya tan rico que nada tenia que temer: dí dinero al sátrapa, y conservé así el castillo, y agrandé mis tierras, añadiendo á ellas el cargo que me confirió el sátrapa de tesorero de los tributos que pagaba la Arabia petrea al rey de reyes. Yo hice las cobranzas, y me exîmé de hacer pagos.
Envió aquí el gran Desterham de Babilonia, en nombre del rey Moabdar, á un satrapilla para mandarme ahorcar. Quando él llegó con la órden, estaba yo informado de todo; hice ahorcar en su presencia las quatro personas que traía consigo para apretarme el lazo al cuello, y le pregunté luego quanto le podia valer la comision de ahorcarme. Respondióme que podria su gratificacion subir á trecientas monedas de oro, y yo le hice ver con evidencia que ganaria mas conmigo: le creé bandolero inferior, y hoy es uno de los mejores y mas ricos oficiales que tengo; y si me quereis creer, haréis vos lo mismo. Nunca ha corrido tiempo mejor para robar, desde que ha sido muerto Moabdar, y que anda en Babilonia todo alborotado.
¡Moabdar ha sido muerto! dixo Zadig: ¿y que se ha hecho la reyna Astarte? Yo no lo sé, replicó Arbogad; lo que sí sé, es que Moabdar se volvió loco, que fué muerto, que Babilonia esta hecha una cueva de ladrones, todo el imperio en la desolacion, que se pueden dar buenos golpes, y que yo por mi parte he dado algunos ballantes. Pero la reyna, dixo Zadig, ¿por vida vuestra nada sabeis de la suerte de la reyna? De un príncipe de Hircania me han hablado, replicó; es de presumir que sea una de sus concubinas, á ménos que en el alboroto la hayan muerto; pero á mí lo que me importa es avenguar donde hay que robar, y no noticias. Muchas mugeres he cogido en mis correrías, pero á ninguna conservo; quando son bonitas, las vendo caras, sin informarme de lo que son, porque nadie compra la dignidad, y para una reyna fea no se encuentra despacho. Posible es que haya yo vendido á la reyna Astarte, y posible es que haya muerto; poco me importa, y me parece que tampoco debe de importaros mucho á vos. Diciendo esto bebia con tanto aliento, y de tal manera confundia las ideas todas, que no pudo Zadig sacar de él cosa ninguna mas.
Estaba confuso, pensativo y sin movimiento, miéntras que bebia Arbogad y contaba mil historietas, repitiendo sin cesar que era el mas venturoso de los hombres, y exhortando á Zadig á que fuera tan dichoso como él era.
Finalmente embargados los sentidos con los vapores del vino, se fué á dormir un sosegado sueño. Zadig pasó aquella noche en la mas violenta zozobra. ¡Con que se ha vuelto loco el rey, y ha sido muerto! decia; no puedo ménos de compadecerle. ¡Está despedazado el imperio, y este bandolero es feliz! ¡O fortuna, o destino! ¡un bandolero feliz, y la mas amable produccion de la naturaleza ha muerto acaso de un modo horrible, ó vive en peor condicion que la misma muerte! ¡O Astarte! ¿qué te has hecho?
Desde que amaneció el dia, hizo preguntas á todos quantos habia en el castillo, pero estaban todos ocupados, y nadie le respondió: aquella noche habian hecho nuevas conquistas, y se estaban repartiendo los despojos.
Quanto en esta tumultuaria confusion pudo conseguir, fué licencia para irse, que aprovechó sin tardanza, mas sumido que nunca en sus tristes pensamientos.
Caminaba Zadig inquieto y agitado, preocupado su ánimo con la malhadada Astarte, con el rey de Babilonia, can su fiel Cador, con el dichoso bandolero Arbogad, con aquella tan antojadiza muger que babian robado unos Babilonios en la frontera de Egipto, finalmente con todos los contratiempos y azares que habia sufrido.
CAPITULO XVII.
El pescador.
A pocas leguas del castillo de Arbogad, se encontró á orillas de un ríachuelo, lamentando siempre su suerte, y mirándose como el epilogo de las desdichas humanas. Vió un pescador acostado á la orilla, que con desmayada mano retenia apénas sus redes que iba á dexar escapar, y alzaba los ojos al cielo.
Por cierto que yo soy el mas desdichado de todos los hombres, decia el pescador. Por confesion de todo el mundo he sido el mas célebre mercader de requesones de toda Babilonia, y lo he perdido todo. Tenia la muger mas linda que pueda poseer hombre, y me ha engañado. Me quedaba una mala casuca, y la he visto talar y derribar, Refugiado á una cabaña, sin mas recurso que la pesca, no saco ni un pescado. No quiero tirarte al agua, red mia, yo soy quien me he de tirar. Diciendo estas palabras se levantó en postura de un hombre resuelto á dar fin á su vida en el rio.
¡Así, dixo Zadig para sí, hay otros hombres tan desdichados como yo! Tan pronto como esta idea fué la de acudir á librar de la muerte al pescador.
Corre á él, le detiene, y le hace preguntas en ademan enternecido y consolador. Dicen que es uno ménos desdichado quando no es él solo; pero segun Zoroastro no es por malicia, que es por necesidad, porque se siente uno entónces atraído por otro desventurado como por un semejante suyo.
La alegría de un dichoso fuera insulto; y son dos desventurados como dos flacos arbolillos que, apoyándose uno en otro, contra la borrasca se fortalecen.
¿Porqué os rendis á vuestra desgracia? dixo Zadig al pescador. Porque no veo remedio á ella, le respondió. He sido el vecino mas pudiente de la aldea de Derlback, cerca de Babilonia, y con ayuda de mi muger hacia los mejores requesones del imperio, que gustaban infinito á la reyna Astarte y al célebre ministro Zadig. Habla suministrado para entrámbas casas seiscientos requesones: fuí un dia á Babilonia á que me pagaran, y supe que aquella misma noche se habian desaparecido Zadig y la reyna. Fuí corriendo á casa del señor Zadig, á quien nunca habia visto, y encontré á los alguaciles del gran Desterham, que con un papel del rey en la mano robaban con mucho órden y sosiego toda la casa. Púseme en volandas en la cocina de la reyna; algunos de los gentiles-hombres de beca me dixéron que habia muerto, otros que estaba presa, y otros afirmáron que se habia escapado; pero todos estuviéron contestes en que no se me pagarian mis requesones. Fuíme con mi muger á casa del señor Orcan, que era uno de mis parroquianos; le pedímos su amparo en nuestra cuita, y se le otorgó á mi muger, y á mí no. Era mi muger mas blanca que los requesones que fuéron el orígen de mi desventura, y no brilla mas la púrpura de Tyro que el color que su blancura animaba: por eso se la guardó Orcan, y me echó de su casa. Escribí á mi esposa desesperado una carta, y respondió al portador: Sí, ya, ya sé quien me escribe, ya me han hablado de él; dicen que hace requesones excelentes: que me trayga, y que se los paguen.
Quise acudir á la justicia en mi desdicha. Quedábanme seis onzas de oro: fué menester dar dos al jurisperito que consulté, otras dos al procurador que se encargó de mi asunto, y dos al escribiente del primer juez. Hecho esto, aun no se habia empezado mi pleyto, y ya llevaba mas dinero gastado que lo que mis requesones y mi muger de añadidura valian. Volvíme al pueblo con ánimo de vender mi casa por recobrar á mi muger. Valia esta unas sesenta onzas de oro; pero me vían pobre, y con premura de vender. El primero á quien me dirigí me ofreció treinta, el segundo veinte, y el tercero diez; y la iba á dar por este precio, segun estaba ciego. Vino á la sazon á Babilonia un príncipe de Hircania, asolando todo el pais por donde pasaba, el qual saqueó mi casa, y despues le puso fuego. Habiendo perdido de esta manera dinero, muger y casa, me retiré al pais donde me veis, procurando ganar mi vida con la pesca. Los peces hacen burla de mí lo mismo que los hombres: no saco ningunos, y me muero de hambre; y sin vos, consolador augusto, iba á tirarme al rio.
No contó su historia el pescador sin hacer muchas pausas, y á cada una le decia Zadig, arrebatado y fuera de sí: ¿Con que nada sabeis de la suerte de la reyna? No, señor, respondia el pescador; lo que sé, es que ni la reyna ni Zadig me han pagado mis requesones, que me han robado á mi muger, y que estoy desesperado. Yo espero, dixo Zadig, que no habeis de perder todo vuestro dinero. He oido hablar de ese Zadig, como de un hombre honrado; y si vuelve á Babilonia, mas de lo que os debe os dará; mas por lo que hace á vuestra muger, que no es tan honrada, aconsejoos que no hagais diligencias por volver con ella. Tomad mi consejo, id á Babilonia, adonde ántes que vos llegaré yo, porque vais á pié y yo voy á caballo; veos con el ilustre Cador, decidle que habeis encontrado á su amigo, y esperadme en su casa: id en paz, que acaso no seréis siempre desdichado.
Poderoso Orosmades, siguió, de mí os habeis valido para consolar á este hombre: ¿de quién os valdréis para darme á mí consuelo? Así decia dando al pescador la mitad de todo el dinero que traía de Arabia; y el pescador atónito y confuso besaba las plantas del amigo de Cador, y le apellidaba su ángel tutelar.
Zadig no cesaba de preguntarle noticias, y de verter llanto. ¿Cómo, señor, exclamó el pescador, tambien sois desdichado siendo benéfico? Cien veces mas infeliz que tú, respondió Zadig. ¿Cómo puede ser, decia el buen hombre, que sea el que da mas digno de lástima que el que recibe? Porque tu mayor desgracia, replicó Zadig, era la necesidad, y la mia pende del coraron. ¿Os ha robado Orcan á vuestra muger? dixo el pescador. Esta pregunta traxo á la memoria á Zadig todas sus aventuras, y le hizo repasar la lista de todos sus infortunios, empezando por la perra de la reyna hasta su arribo á casa del bandolero Arbogad. Ha, dixo al pescador, Orcan es digno de castigo; pero por lo comun esos son los hombres que estan en privanza del destino. Sea como fuere, vete á casa del señor Cador, y espérame.
Separáronse con esto: el pescador se fúe dando gracias á su estrella, y Zadig maldiciendo sin cesar la suya.
CAPITULO XVIII.
El basilisco.
Llegó Zadig á un hermoso prado, donde vió una muchedumbre de mugeres que andaban buscando solícitas cosa que parecia que habian perdido.
Acercóse á una de ellas, y le preguntó si queria que las ayudara á buscar lo que querían hallar. Dios nos libre, respondió la Syria; lo que nosotras buscamos solo las mugeres pueden tocarlo. Raro es eso, dixo Zadig: ¿me haréis el favor de decirme qué cosa es esa que solo las mugeres pueden tocarla? Un basilisco, respondió ella. ¡Un basilisco, señora! ¿y por qué motivo buscais un basilisco? Para nuestro señor y dueño Ogul, cuyo palacio estais viendo á orillas del rio, y al cabo de este prado, que somos sus mas humildes esclavas. El señor Ogul está malo, y le ha recetado su médico que coma un basilisco hervido en agua de rosas; y como es animal muy raro, y que solo de las mugeres se dexa coger, ha prometido el señor Ogul que escogerá por su querida esposa á la que le lleve un basilisco: con que así dexádmele buscar; que ya veis lo mucho que yo perderia, si una de mis compañeras ántes que yo le topara.
Dexó Zadig á esta Syria y á todas las demas que buscaran su basilisco, y siguió su camino por la pradera. Al llegar á la orilla de un arroyuelo, encontró á otra dama acostada sobre los céspedes, que no buscaba nada. Parecia magestuosa su estatura, aunque tenia cubierto el rostro de un velo.
Estaba inclinada la cabeza al anoyo; exhalaba de rato en rato hondos sollozos, y tenia en la mano una varita con la qual estaba esciibiendo letras en una fina arena que entre los céspedes y el arrojo mediaba. Quiso ver Zadig qué era lo que escribia: arrimóse, y vió una Z, luego una A, y se maravilló: despues leyó una D, y le dió un vuelco el corazon; mas nunca fué tanto su pasmo, como quando leyó las dos postreras letras de su nombre.
Permaneció inmoble un rato; rompiendo al fin el silencio, con voz mal segura, dixo: Generosa dama, perdonad á un extrangero desventurado, que á preguntar se atreve ¿por qué extraño acaso encuentro aquí el nombre de Zadig, por vuestra divina mano escrito? Al oir esta voz y estas palabras, alzó con trémula mano su velo la dama, mitó á Zadig, dió un grito de temura, de asombro y de alborozo, y rindiéndose á los diversos afectos que de consuno embatian su alma, cayó desmayada en sus brazos. Era Astarte, era la reyna de Babilonia, la misma que idolatraba Zadig, y de cuyo amor le acusaba su conciencia; aquella cuya suerte tantas lágrimas le habia costado. Estuvo un rato privado del uso de sus sentidos; y quando cluvó sus miradas en los ojos de Astarte que lentamente se abrian de nuevo entre desmayados, confusos y amorosos: ¡O potencias inmortales! exclamó, ¿me restitais á mi Astarte? ¿en qué tiempo, en qué sitio, en qué estado torno á verla? Hincóse de rodillas ante Astarte, inclinando su fiente baxo del polvo de sus pies.
Alzale la reyna de Babilonia, y le sienta cabe sí en la orilla del arroyo, enxugando una y mil veces sus ojos que siempre en frescas lágrimas se bañaban. Veinte veces añudaba ci hilo de razones que interrumpian sus gemidos; hacíale preguntas acerca del acaso que los habia reunido, y no daba lugar á que respondiese con preguntas nuevas; empezaba á contar sus desventuras, y queria saber las de Zadig. Habiendo finalmente ámbos sosegado un poco el alboroto de su pecho, dixo en breves palabras Zadig por qué acaso se encontraba en esta pradera. ¿Pero como os hallo, o reyna respetable y desdichada, en este desviado sitio, vestida de esclava, y acompañada de otras esclavas que buscan un basilisco, para hervirle, en virtud de una receta de médico, en agua de rosas?
Miéntras que andan buscando su basilisco, voy á informaros, dixo la hermosa Astarte, de todo lo que he padecido, y que perdono al cielo una vez que vuelvo á veros. Ya sabeis que el rey mi esposo llevó á mal que fuéseis el mas amable de todos los hombres, y acaso por este motivo tomó una noche la determinacion de mandaros ahorcar, y darme un tósigo; y tambien sabeis que los cielos compasivos dispusiéron que me avisara mi enano mudo de las órdenes de su sublime magestad. Apénas os hubo precisado el fiel Cador á obedecerme y partiros, se atrevió á penetrar por una puerta excusada en mi quarto á media noche, me sacó de palacio, y me llevó al templo de Orosmades, donde me encerró su hermano el mago dentro de una estatua colosal cuya basa se apoya en los cimientos del templo, y la cabeza toca con la bóveda. Aquí quedé como enterrada, puesto que el mago que me servia cuidó de que nada me faltase. Al rayar el dia, entró en mi quarto el boticario de su magestad con una pócima de beleño, opio, cicuta, eléboro negro, y anapelo; y otro oficial se encaminó á vuestra casa con un cordon de seda azul; nias no halláron á nadie. Por engañar mas al rey, le hizo Cador una falsa denuncia contra nosotros dos, fingiendo que llevábais vos el camino de la India, y yo el de Menfis; y enviáron gente en nuestro seguimiento.
No me conocian los mensageros que fuéron en busca riña, porque casi nunca habia mostrado mi semblante, como no fuese á vos, delante de mi marido y por órden suya. Ibanme persiguiendo por las señas que de mi persona les habian dado; y se encontráron á la raya de Egipto con otra de mi estatura misma, y que acaso era mas hermosa. Estaba bañada en llanto, y andaba desatentada, de suerte que no dudáron de que era la reyna de Babilonia, y la conduxéron á Moabdar. Enojóse violentamente el rey por la equivocacion; mas habiendo luego contemplado mas atentamente á esta muger, vió que era muy hermosa, y se consoló. Llamábase Misuf, nombre que, segun despues me han dicho, significa en egipcíaco la bella antojadiza, y lo era efectivamente; pero no iban en zaga sus artes á sus antojos, tanto que habiendo gustado á Moabdar, le cautivó de manera que la declaró su legítima esposa. Manifestóse entónces su índole sin rebozo, entregándose sin freno á todas las extravagancias de su imaginacion. Quiso precisar al sumo mago, viejo y gotoso, á que baylase en su presencia; y habiéndose negado este, le persiguió de muerte. A su caballerizo mayor le mandó hacer una tarta de dulce; y puesto que representó que no era repostero, todo fué en balde: tuvo que hacer la tarta, y le despidió porque estaba muy tostada. El cargo de caballerizo mayor se le dió á su enano, y á un page le hizo fiscal del consejo: de esta suerte gobernó á Babilonia. Llorábame todo el mundo; y el rey, que hasta que habia mandado ahorcaros y darme veneno habia sido bastante bueno, dexó que sus virtudes corriesen naufragio en su amor á la bella antojadiza. El dia del fuego sagrado vino al templo, y le ví implorar á los Dioses por Misuf, postrado ante la estatua donde estaba yo metida.
Alzando entónces la voz, le dixe: «Los Dioses desechan las súplicas de un rey convertido en tirano, y que ha querido quitar la vida á una muger de juicio, por casarse con una loca.» Pusiéron estas palabras en tamaña confusion á Moabdar, que se le fué la cabeza. Con el oráculo que habia yo pronunciado, y con la tiranía de Misuf sobraba para que perdiera la razon; y con efecto en pocos dias se volvió loco.
Esta locura, que se atribuyó á castigo del cielo, fué la señal de rebelion: amotinóse el pueblo, y tomó armas; Babilonia, donde reynaba tanto tiempo hacia una muelle ociosidad, se convirtió en teatro de una horrorosa guerra civil. Sacáronme del hueco de mi estatua; pusiéronme al frente de un partido, y fué Cador corriendo á Menfis, para traeros á Babilonia. Noticioso de tan fatales nuevas acudió el príncipe de Hircania con su exército á formar tercer partido en la Caldea, y vino á embestir al rey que le salió al encuentro con su desatinada egipcíaca. Murió Moabdar, traspasado de mil heridas, y cayó Misuf en poder del vencedor. Quiso mi desventura que yo tambien fuera cogida por una partida de guerrilla hircana, que me conduxo á presencia del príncipe, al mismo tiempo que le llevaban á Misuf. Sin duda sabréis con satisfaccion que me tuvo este por mas hermosa que la egipcia, pero no será de ménos sentimiento para vos qué os diga que me destinó para su serrallo, diciéndome sin andarse con rodeos, que luego que concluyese una expedicion militar para la qual iba á partirse, vendria á mí.
Figúraos qual fué mi quebranto: rotos los vínculos que con Moabdar me estrechaban, podia ser de Zadig, y caía en los hierros de un bárbaro.
Respondíle con toda la altivez que me inspiraban mi alta gerarquía y mis afectos, habiendo oido decir toda mi vida que las personas de mi dignidad las habian dotado los cielos de tal grandeza, que con una palabra y un mirar de ojos confundian en el polvo de la nada á quantos temerarios eran osados á apartarse un punto del mas reverente acatamiento. Hablé como reyna,
pero fuí tratada como una moza de cántaro: el Hircano, sin dignarse siquiera de responderme, le dixo á su eunuco negro que yo era mal hablada, pero que le parecia linda. Mandóle que me cuidase y me diera el trato que á las que estaban en su privanza, para que me volviesen los colores, y fuese mas digna de sus caricias el dia que le pareciese oportuno honrarme con ellas.
Díxele que me mataria, y me respondió riéndose que ninguna se mataba por esas cosas, y que estaba acostumbrado á semejantes melindres, y se fué dexándome como un xilguero en jaula. ¡Qué situacion para la primera reyiia del universo, y mas para un corazon que era de Zadig!
El qual se hincó de rodillas al oir estas razones, regando con sus lágrimas las plantas de Astarte. Alzóle esta cariñosamente, y prosiguió diciendo: Víame en poder de un bárbaro, y en competencia con una loca con quien estaba encerrada. Contóme Misuf su aventura de Egipto; y por la pintura que de vos hizo, por el tiempo, por el dromedario en que ibais montado, y por las demas circunstancias vine en conocimiento de que era Zadig quien habia peleado en su defensa; y no dudando de que estuviérais en Menfis, me determiné á refugiarme en esta ciudad. Bella Misuf, le dixe, vos sois mucho mas donosa que yo, y divertiréis mas bien al príncipe de Hircania: procuradme medio para escapar; reynaréis vos sola, y me haréis feliz, librándoos de una rival. Misuf me ayudó á efectuar mi fuga, y me partí secretamente con una esclava egipcia.
Ya tocaba con la Arabia, quando me robó un bandolero muy nombrado, llamado Arbogad, el qual me vendió á unos mercaderes que me traxéron á este palacio, donde reside el señor Ogul, que me compró sin saber quien yo fuese. Es este un gloton, que solo piensa en atracarse bien, y cree que le ha echado Dios al mundo para disfrutar de una bueua mesa. Está tan excesivamente gordo, que á cada instante parece que va á reventar. Su médico poco influxo tiene con él quando hace buena digestion, pero le manda despóticamente quando tiene ahitera; y ahora le ha hecho creer que le habia de sanar con un basilisco hervido en agua de rosas. Ha prometido dar su mano á la esclava que le traxere un basilisco, y ya veis que yo las dexo que se merezcan tan alta honra, no habiendo nunca tenido ménos ganas de topar el tal basilisco que desde que han querido los cielos que volviese á veros.
Dixéronse entónces Astarte y Zadig quanto á los mas generosos y apasionados pechos pudiéron inspirar afectos tanto tiempo contrarestados, y tanto amor, y tanta desdicha; y los genios que al amor presiden lleváron las razones de ámbos á la esfera de Vénus.
Tornáronse á la quinta de Ogul las mugeres sin haber hallado nada. Zadig se presentó á él, y le habló así: Descienda del cielo la inmortal Hygia para dilatar vuestros años. Yo soy médico; he venido habiendo oido hablar de vuestra dolencia, y os traygo un basilisco hervido en agua de rosas; no porque aspire á casarme con vos, que solo os pido la libertad de una esclava jóven de Babilonia, que os vendiéron pocos dias hace; y me allano á permanecer esclavo en su lugar, si no tengo la dicha de sanar al magnifico señor Ogul.
Fué admitida la propuesta, y se partió Astarte para Babilonia en compañía del criado de Zadig, prometiéndole que le despacharia sin tardanza un mensagero, para informarle de quanto hubiese sucedido. No ménos que su reconocimiento fuéron amorosos sus vales: porque, como está escrito en el gran libro del Zenda, las dos épocas mas solemnes de la vida son el instante en que nos volvemos á ver, y aquel en que nos separamos. Queria Zadig á la reyna tanto como se lo juraba, y la reyna queria á Zadig mas de lo que decia.
Zadig habló de esta suerte á Ogul: Señor, mi basilisco no se come, que toda su virtud se os ha de introducir por los poros; yo le he puesto dentro de una odre bien henchida de viento, y cubierta de un cuero muy fino; es menester que empujeis hácia mí dicha odre en el ayre con toda vuestra fuerza, y que yo os la tire muchas veces; y con pocos dias de dieta y de este exercicio veréis la eficacia de mi arte. Al primer dia se hubo de ahogar Ogul, y creyó que iba á exhalar el alma; al segundo se cansó ménos, y durmió mas bien: por fin á los ocho dias recobró toda la fuerza, la salud, la ligereza, y el buen humor de sus mas floridos años. Zadig le dixo: Habeis jugado á la pelota, y no os habeis hartado: sabed que no hay tal basilisco en el mundo; que un hombre sobrio y que hace exercicio siempre vive sano, y que tan imaginado es el arte de amalgamar la gula con la salud como la piedra filosofal, la astrología judiciaria, y la teología de los magos.
Conociendo el primer médico de Ogul quan peligroso para la medicina era semejante hombre, se coligó con el boticario del gremio para enviarle á buscar basiliscos al otro mundo: de suerte que habiendo sido castigado siempre por sus buenas acciones, iba á morir por haber dado la salud á un señor gloton. Convidáronle á un espléndido banquete, donde le debian dar veneno al segundo servicio; pero estando en el primero, recibió un parte de la hermosa reyna, y se levantó de la mesa, partiéndose sin tardanza. El que es amado de una hermosa, dice el gran Zoroastro, de todo sale bien en este mundo.
CAPITULO XIX.
Las justas.
FUÉ recibida la reyna en Babilonia con aquel júbilo con que se recibe siempre una princesa hermosa y desdichada. Entónces Babilonia parecia algo mas quieta: el príncipe de Hircania habia perdido la vida en una batalla, y los Babilonios vencedores declaráron que Astarte se casaria con el que fuera elegido por soberano. Mas no quisiéron que el primer puesto del mundo, que era el de esposo de Astarte y monarca de Babilonia, pendiese de enredos y partidos; y juráron reconocer por rey al mas valiente y discreto. Levantáron á pocas leguas de la ciudad un vasto palenque cercado de anfiteatros magníficamente adornados; los mantenedores se habian de presentar armados de punta en blanco, y se le habia señalado á cada uno un aposento separado, donde no podia ver ni hablar á nadie. Se habian de correr quatro lanzas; y los que tuviesen la dicha de vencer á quatro caballeros, habian luego de pelear unos con otros: de suerte que el postrero por quien quedara el campo fuese proclamado vencedor del torneo. Quatro dias despues habia de volver con las mismas armas, y acertar las adivinanzas que propusiesen los magos; y si no las acertase, no habia de ser rey, mas se habian de volver á correr lanzas, hasta que se diese con un hombre que saliese con victoria en ámbas pruebas; porque estaban resueltos á no reconocer por rey á quien no fuese el mas valiente y mas discreto. En todo este tiempo no se permitia á la reyna comunicar con nadie: solo se le daba licencia para que asistiera á los juegos cubierta de un velo; pero no se le consentia hablar con ninguno de los pretendientes, porque no hubiese injusticia ni valimiento.
Este aviso daba Astarte á su amante, esperando que acreditada por ella mas valor y discrecion que nadie. Partióse Zadig, suplicando á Venus que fortaleciera su ánimo y alumbrara su entendimiento, y llegó á las riberas del Eufrates la víspera del solemne dia. Hizo asentar luego su mote entre los de los demas combatientes, escondiendo su nombre y su rostro, como mandaba la ley, y se fué á descansar al aposento que le habia cabido eu suerte. Su amigo Cador que estaba de vuelta en Babilonia, habiéndole buscado en Egipto, mandó llevar á su quarto una armadura completa que le enviaba la reyna, y tambien con ella el caballo mas lozano de la Persia. Bien vió Zadig que estas dádivas eran de mano de Astarte, y adquirió nuevo vigor, y esperanzas nuevas su amor y su denuedo.
Al dia siguiente, sentada la reyna baxo un dosel guarnecido de piedras preciosas, y llenos los anfiteatros de todas las damas y de gente de todos estados de Babilonia, se dexáron ver en el circo los mantenedores. Puso cada uno su mote á los piés del sumo mago: sorteáronse, y el de Zadig fué el postrero. Presentóse el primero un señor muy rico, llamado Itobad, tan lleno de vanidad como falto de valor, de habilidad, y de entendimiento.
Habíanle persuadido sus sirvientes á que un hombre como el debia de ser rey, y él les habia respondido: Un hombre como yo debe reynar. Habíanle armado pues de piés á cabeza: llevaba unas armas de oro con esmaltes verdes, un penacho verde, y la lanza colgada con cintas verdes. Por el modo de gobernar Itobad su caballo, se echó luego de ver que no habia destinado el cetro de Babilonia á un hombre como él el cielo. El primer caballero que corrió lanza le hizo perder los estribos, y el segundo le tiró por las ancas del caballo á tierra, las piernas arriba, y los brazos abiertos. Volvió á montar Itobad, pero haciendo tan triste figura, que todo el anfiteatro soltó la risa.
No se dignó el tercero de tocarle con la lanza; sino que al pasar junto á él le agarró por la pierna derecha, y haciéndole dar media-vuelta, le derribó en la arena; los escuderos de los juegos acudiéron á levantarle riéndose: el quarto combatiente le coge por la pierna izquierda, y le tira del otro lado.
Conduxéronle con mil baldones á su aposento, donde conforme á la ley habia de pasar aquella noche: y decia, pudiendo apénas menearse: ¡Qué aventura para un hombre como yo!
Mejor desempeñáron su obligacion los demas adalides: hubo algunos que venciéron á dos combatientes, y unos pocos llegáron hasta tres. Solo el príncipe Otames venció á quatro. Presentóse el postrero Zadig, y con mucho donayre sacó de los estribos á quatro ginetes uno en pos de otro; con esto empezó la lid entre Zadig y Otames. Este traía armas de azul y oro con un penacho de lo mismo; las de Zadig eran blancas. Los ánimos de los asistentes estaban dividídos entre el caballero azul y el blanco: á la reyna le palpitaba el corazon, haciendo fervientes ruegos al ciclo por el color blanco.
Diéron ámbos campeones repetidas vueltas y revueltas con tanta ligereza, asentáronse y esquiváron tales botes con las lanzas, y tan fuertes se mantenian en sus estribos, que todos, ménos la reyna, deseaban que hubiese dos reyes en Babilonia. Cansados ya los caballos, y rotas las lanzas, usó Zadig esta treta: pasa por detras del príncipe azul, se abalanza á las ancas de su caballo, le coge por la mitad del cuerpo, le derriba en tierra: monta en la silla vacía, y empieza á dar vueltas al rededor de Otames tendido en el suelo. Clama todo el anfiteatro: Victoria por el caballero blanco. Alzase enfurecido Otames, saca la espada; da Zadig un salto del caballo el alfange desnudo. Ambos empiezan en la arena nueva y mas peligrosa batalla; ora triunfa la agilidad, ora la fuerza. Vuelan al viento heridos de menudeados golpes el plumage de sus yelmos, los clavos de sus braceletes, la malla de sus armas. De punta y de filo se hieren á izquierda, á derecha, la cabeza, el pecho: retiranse, acométense; se apartan, se agarran de nuevo; dóblanse como serpientes, embísterise como leones: á cada instante salfan chispas de los golpes que se pegan. Zadig cobra en fin algún aliento, se para, esquiva un golpe de Otames, no le da vagar, le derriba, le desarma, y Otames exclama: Caballero blanco, á vos es debido el trono de Babilonia. No cabia en sí la reyna de alborozo. Lleváron al caballero azul y al caballero blanco, á cada uno á su aposento, como habian hecho con todos los demas, cumpliendo con lo que mandaba la ley. Unos mudos los viniéron á servir, y les traxéron de comer. Bien se puede presumir si seria el mudo de la reyna el que sirvió á Zadig. Dexáronlos dormir solos hasta el otro dia por la mañana, que era quando habia de llevar el vencedor su mote al sumo mago, para cotejarle y darse á conocer.
Tan cansado estaba Zadig que durmió profundamente, puesto que enamorado; mas no dormia Itobad que estaba acostado en el quarto inmediato: y levantándose por la noche entró en el de Zadig, cogió sus armas blancas y su mote, y puso las suyas verdes en lugar de ellas. Apénas rayaba el alba, quando se presentó ufano al sumo mago, declarándole que un hombre como él era el vencedor. Nadie lo esperaba, pero fué proclamado, miéntras que aun estaba durmiendo Zadig. Volvióse Astarte á Babilonia atónita y desesperada. Casi vacío estaba todo el anfiteatro quando despertó Zadig, y buscando sus armas se encontró con las verdes en su lugar. Vióse precisado á revestirse de ellas, no teniendo otra cosa de que echar mano. Armase atónito, indignado y enfurecido, y sale con este arreo. Toda quanta gente aun habia en el anfiteatro y el circo le acogió con mil baldones; todos so le arrimaban, y le daban vaya en su cara: nunca hombre sufrió tan afrentoso desayre. Faltóle la paciencia, y desvió á sablazos el populacho que se atrevió á denostarle; pero no sabia que hacerse, no pudiendo ni ver á la reyna, ni reclamar las armas blancas que esta le habia enviado, por no aventurar su reputacion: y miéntras que estaba Astarte sumida en un piélago de dolor, fluctuaba él entre furores y zozobras. Paseábase por las orillas del Eufrates, persuadido á que le habia destinado su estrella á irremediable desdicha, y recapitulaba en su mente todas sus desgracias, desde la muger que no podia ver á los tuertos, hasta la de su armadura. Eso he grangeado, decia, con haber despertado tarde; si no hubiera dormido tanto, fuera rey de Babilonia, y posesor de Astarte. Así el saber, las buenas costumbres, el esfuerzo nunca para mas que para mi desdicha me han valido. Exhalóse al cabo en murmuraciones contra, la Providencia, y le vino la tentacion de creer que todo lo regia un destino cruel que á los buenos oprimia, y hacia que prosperasen los caballeros verdes: que uno de sus mayores sentimientos era verse con aquellas armas verdes que tanta mofa le habian acarreado. Pasó un mercader, á quien se las vendió muy baratas, y le compró una bata y una gorra larga. En este trage iba siguiendo la corriente del Eufrates, desesperado, y acusando en su corazon á la Providencia que no se cansaba de perseguirle.
CAPITULO XX.
El ermitaño.
CAMINANDO, como hemos dicho, se encontró con un ermitaño cuya luenga barba descendia hasta el estómago. Llevaba este un libro que iba leyendo muy atentamente. Paróse Zadig y le hizo una profunda reverencia, á que correspondió el ermitaño de manera tan afable y tan noble, que á Zadig le vino la curiosidad de razonar con él. Preguntóle qué libro era el que leía. El libro del destino, dixo el ermitaño: ¿quereis leer algun trozo? Pusosele en las manos; mas aunque fuese Zadig vorsado en muchos idiomas, no pudo conocer ni una letra, con lo qual se aumentó su curiosidad. Muy triste pareceis, le dixo el buen padre. ¡Tanto motivo tengo para estarlo! respondió Zadig. Si me dais licencia para que os acompañe, repuso el anciano, acaso podré serviros en algo; que á veces he hecho baxar el consuelo á las almas de los desventurados. La traza, la barba y el libro del ermitaño infundiéron respeto en Zadig, y en su conversacion encontró superiores luces. Hablaba el ermitaño del destino, de la justicia, de la moral, del sumo bien, de la humana flaqueza, de las virtudes y los vicios con tan viva y penetrante eloqüencia, que Zadig por un irresistible embeleso se sentia atraído hácia él, y le rogó con ahinco que no le dexara hasta que estuviesen de vuelta en Babilonia. Ese mismo favor os pido yo; juradme por Orosmades, que sea lo que fuere lo que me veais hacer, no os habeis de separar de mí en algunos dias. Jurólo Zadig, y siguiéron juntos ámbos su camino.
Aquella misma tarde llegáron á una magnifica quinta, y pidió el ermitaño hospedage para sí y para el mozo que le acompañaba. Introdúxolos en casa, con ademan de desdeñosa generosidad, un portero que parecia un gran señor, y los presentó á un criado principal, que les enseñó los aposentos de su amo. Sentáronlos al cabo de la mesa, sin que se dignara el dueño de aquel palacio de honrarlos con una mirada; pero los sirviéron, como á todos los demas, con opulencia y delicadeza. Diéronles luego agua á manos en una palangana de oro, guarnecida de esmeraldas y rubíes; lleváronlos á acostar á un suntuoso aposento, y la mañana siguiente traxo el criado á cada uno una moneda de oro, y despues los despidiéron.
El amo de esta casa, dixo Zadig en el camino, me parece que es hombre generoso, aunque algo altivo, y que exercita con nobleza la hospitalidad. Al decir estas palabras, advirtió que parecia tieso y henchido una especie de costal muy largo que traía el ermitaño, y vió dentro la palangana de oro guarnecida de piedras preciosas, que habia hurtado. No se atrevió á decirle nada, pero estaba confuso y perplexo.
A la hora de mediodia se presentó el ermitaño á la puerta de una casuca muy mezquina, donde vivia un rico avariento, y pidió que le hospedaran por pocas lloras. Recibióle con áspero rostro un criado viejo mal vestido, y llevó á Zadig con el ermitaño á la caballeriza, donde les sirviéron unas aceytunas podridas, un poco de pan bazo, y de vino avinagrado. Comió y bebió el ermitaño con tan buen humor como el dia ántes; y dirigiéndose luego al criado viejo que no quitaba la vista de uno y otro porque no hurtaran nada, y que les daba priesa para que se fuesen, le dió las dos monedas de oro que habia recibido aquella mañana, y agradeciéndole su cortesía, añadió: Ruégoos que me permitais hablar con vuestro amo.
Atónito el criado le presentó los dos caminantes. Magnífico señor, dixo el ermitaño, no puedo ménos de daros las mas rendidas gracias por el agasajo tan noble con que nos habeis hospedado; dignaos de admitir esta palangana de oro en corta paga de mi gratitud. Poco faltó para desmayarse con el gozo el avariento; y el ermitaño, sin darle tiempo para volver de su asombro, se partió á toda priesa con su compañero jóven. Padre mio, le dixo Zadig, ¿qué quiere decir lo que estoy viendo? paréceme que no os semejais in nada á los demas: ¡robais una palangana de oro guarnecida de piedras preciosas á un señor que os hospeda con magnificencia, y se la dais á un avariento que indignamente os trata! Hijo, respondió el anciano, el hombre magnífico que solo por vanidad, y por hacer alarde de sus riquezas, hospeda á los forasteros, se tornará mas cuerdo; y aprenderá el avariento á exercitar la hospitalidad. No os dé pasmo nada, y seguidme. Todavía no atinaba Zadig si iba con el mas loco ó con el mas cuerdo de los hombres; pero tanto era el dominio que se habia grangeado en su ánimo el ermitaño, que obligado tambien por su juramento no pudo ménos de seguirle.
Aquella tarde llegáron á una casa aseada, pero sencilla, y donde nada respiraba prodigalidad ni parsimonia. Era su dueño un filósofo retirado del tráfago del mundo, que cultivaba en paz la sabiduría y la virtud, y que nunca se aburria. Habia tenido gusto especial en edificar este retirado albergue, donde recibia á los forasteros con una dignidad que en nada se parecia á la ostentacion. El mismo salió al encuentro á los dos caminantes, los hizo descansar en un aposento muy cómodo; y poco despues vino él en persona á convidarlos á un banquete aseado y bien servido, durante el qual habló con mucho tino de las últimas revoluciones de Babilonia. Pareció adicto de corazon á la reyna, y hubiera deseado que Zadig se hubiera hallado entre los competidores á la corona; pero no merecen los hombres, añadió, tener un rey como Zadig. Abochornado este sentia crecer su dolor. En la conversacion estuviéron todos conformes en decir que no siempre iban las cosas de este mundo á gusto de los sabios; pero sustento el ermitaño que no conocíamos las vias de la Providencia, y que era desacierto en los hombres fallar acerca de un todo, quando no vían mas que una pequeñísima parte.
Tratóse de las pasiones. ¡Quan fatales son! dixo Zadig. Son, replicó el ermitaño, los vientos que hinchen las velas del navío; algunas veces le sumergen, pero sin ellas no es posible navegar. La bílis hace iracundo, y causa enfermedades; mas sin bílis no pudiera uno vivir. En la tierra todo es peligroso, y todo necesario.
Tratóse del deleyte, y probó el ermitaño que era una dádiva de la divinidad; porque el hombre, dixo, por sí propio no puede tener sensaciones ni ideas: todo en él es prestado, y la pena y el deleyte le vienen de otro, como su mismo ser.
Pasmábase Zadig de que un hombre que tantos desatinos habia cometido, discurriese con tanto acierto. Finalmente despues de una conversacion no ménos grata que instructiva, llevó su huésped á los dos caminantes á un aposento, dando gracias al cielo que le habia enviado dos hombres tan sabios y virtuosos. Brindóles con dinero de un modo ingenuo y noble que no podia disgustar: rehusóle el ermitaño, y le dixo que se despedia de él, porque hacia ánimo de partirse para Babilonia ántes del amanecer. Fué afectuosa su separacion, y con especialidad Zadig se quedó penetrado de estimacion y cariño á tan amable huésped.
Quando estuvo con el ermitaño en su aposento, hiciéron ámbos un pomposo elogio de su huésped. Al rayar el alba, despertó el anciano á su camarada.
Vámonos, le dixo; quiero empero, miéntras que duerme todo el mundo, dexar á este buen hombre una prueba de mi estimacion y mi cariño.
Diciendo esto, cogió una tea, y pegó fuego á la casa. Asustado Zadig dió gritos, y le quiso estorbar que cometiese accion tan horrenda; pero se le llevaba tras sí con superior fuerza el ermitaño. Ardia la casa, y el ermitaño que junto con su compañero ya estaba desviado, la miraba arder con mucho sosiego. Loado sea Dios, dixo, ya está la casa de mi buen huésped quemada hasta los cimientos, ¡Qué hombre tan feliz! Al oir estas palabras le viniéron tentaciones á Zadig de soltar la risa, de decir mil picardías al padre reverendo, de darle de palos, y de escaparse; pero las reprimió todas, siempre dominado por la superioridad del ermitaño, y le siguió hasta la última jornada.
Alojáronse en casa de una caritativa y virtuosa viuda, la qual tenia un sobrino de catorce años, muchacho graciosísimo, y que era su única esperanza. Agasajólos lo mejor que pudo en su casa, y al siguiente dia mandó á su sobrino que fuera acompañando á los dos caminantes hasta un puente que se habia roto poco tiempo hacia, y era un paso peligroso.
Precedíalos muy solícito el muchacho; y quando hubiéron, llegado al puente, le dixo el ermitaño: Ven acá, hijo mio, que quiero manifestar mi agradecimiento á tu tia; y agarrándole de los cabellos le tira al rio. Cae el chico, nada un instante encima del agua, y se le lleva la corriente. ¡O monstruo, o hombre el mas perverso de los hombres! exclamó Zadig. De tener mas paciencia me habíais dado palabra, interrumpió el ermitaño: sabed que debaxo de los escombros de aquella casa á que ha pegado fuego la Providencía, ha encontrado su dueño un inmenso tesoro; sabed que este mancebo ahogado por la Providencia habia de asesinar á su tia de aquí á un año, y de aquí á dos á vos mismo. ¿Quién te lo ha dicho, inhumano? clamó Zadig; ¿y aun quando hubieses leido ese suceso en tú libro de los destinos, qué derecho tienes para ahogar á un muchacho que no te ha hecho mal ninguno?
Todavía estaba hablando el Babilonio, quando advirtió que no tenia ya barba el anciano, y que se remozaba su semblante. Luego desapareció su trage de ermitaño, y quatro hermosas alas cubriéron un cuerpo magestuoso y resplandeciente. ¡O paraninfo del cielo, ó ángel divino, exclamó postrado Zadig, con que has baxado del empíreo para enseñar á un flaco mortal á que se someta á sus eternos decretos! Los humanos, dixo el ángel Jesrad, sin saber de nada fallan de todo: entre todos los mortales tú eras el que mas ser ilustrado merecias. Pidióle Zadig licencia para hablar, y le dixo: No me fío de mi entendimiento; pero si he de ser osado á suplicarte que disipes una duda mia, dime ¿si no valia mas haber enmendado á ese muchacho, y héchole virtuoso, que ahogarle? Si hubiese sido virtuoso y vivido, respondió Jesrad, era su suerte ser asesinado con la muger con quien se habia de casar, y el hijo que de este matrimonio habia de nacer. ¿Con que es indispensable, dixo Zadig, que haya atrocidades y desventures, y que estas recaygan en los hombres virtuosos? Los malos, replicó Jesrad, siempre son desdichados, y sirven para probar un corto número de justos sembrado sobre la haz de la tierra, sin que haya mal de donde no resulte un bien. Empero, dixo Zadig, ¿si solo hubiese bienes sin mezcla de males? La tierra entónces, replicó Jesrad, fuera otra tierra; la cadena de los sucesos otro órden de sabiduría; y este órden, que seria perfecto, solo en la mansion del Ser Supremo, donde no puede caber mal ninguno, puede exîstir. Millones de mundos ha criado, y no hay dos que puedan parecerse uno á otro: que esta variedad inmensa es un atributo de su inmenso poder. No hay en la tierra dos hojas de árbol, ni en los infinitos campos del cielo dos globos enteramente parecidos; y quanto ves en el pequeñisimo átomo donde has nacido forzosamente, habia de exîstir en su tiempo y lugar determinado, conforme á las inmutables órdenes de aquel que todo lo abraza. Piensan los hombres que este niño que acaba de morir se ha caido por casualidad en el rio, y que aquella casa se quemó por casualidad; mas no hay casualidad, que todo es prueba ó castigo, remuneracion ó providencia. Acuérdate de aquel pescador que se tenia por el mas desventurado de los mortales, y Orosmades te envió para mudar su suerte. Dexa, flaco mortal, de disputar contra lo que debes adorar. Empero, dixo Zadig…. Miéntras él decia empero, ya dirigia el ángel su raudo vuelo á la décima esfera. Zadig veneró arrodillado la Providencia, y se sometió. De lo alto de los ciclos le gritó el ángel: Encaminate á Babilonia.
CAPITULO XXI.
Las adivinanzas.
FUERA de sí Zadig, como uno que ha visto caer junto á sí un rayo, caminaba desatentado. Llegó á Babilonia el dia que para acertar las adivinanzas, y responder á las preguntas del sumo mago, estaban ya reunidos en el principal atrio del palacio todos quantos habian combatido en el palenque; y habian llegado todos los mantenedores de la justa, ménos el de las armas verdes. Luego que entró Zadig en la ciudad, se agolpó en torno de él la gente, sin que se cansaran sus ojos de mirarle, su lengua de darle bendiciones, ni su corazon de desear que se ciñese la corona. El envidioso que le vió pasar se esquivó despechado, y le llevó en volandas la muchedumbre al sitio de la asamblea. La reyna, á quien informáron de su arribo, vacilaba agitada de temor y esperanza; y llena de desasosiego no podia entender porque venia Zadig desarmado, ó como llevaba Itobad las armas blancas. Alzóse un confuso murmullo así que columbráron á Zadig: todos estaban pasmados y llenos de alborozo de verle; pero solamente los caballeros que habian peleado tenian derecho á presentarse en la asamblea.
—Yo tambien he peleado, dixo, pero otro ha usurpado mis armas; y hasta que tenga la honra de acreditarlo, pido licencia para presentarme á acertar los enigmas. Votáron; y estaba tan grabada aun en todos los ánimos la reputacion de su probidad, que unánimemente fué admitido.
La primera qüestion que propuso el sumo mago fué: ¿qual es la mas larga y mas corta de todas las cosas del mundo, la mas breve y mas lenta, la mas divisible y mas extensa, la que mas se desperdicia y mas se llora haber perdido, sin la que nada se puede hacer, que se traga todo lo mezquino, y da vida á todo lo grande? Tocaba á Itobad responder, y dixo que él no entendia de adivinanzas, y que le bastaba haber sido vencedor lanza en ristre. Unos dixéron que era la fortuna, otros que la tierra, y otros que la luz. Zadig dixo que era el tiempo. No hay cosa mas larga, añadió, pues mide la eternidad; ni mas corta, pues falta para todos nuestros planes: ni mas lenta para el que espera, ni mas veloz para el que disfruta; se extiende á lo infinitamente grande, y se divide hasta lo infinitamente pequeño; ninguno hace aprecio de él, y todos lloran su pérdida; sin él nada se hace; sepulta en el olvido quanto es indigno de la posteridad, y hace inmortales las glandes acciones. La asamblea confesó que tenia razon Zadig.
Preguntáron luego: ¿Qué es lo que recibimos sin agradecerlo, disfrutamos sin saber cómo, damos á otros sin saber donde estamos, y perdemos sin echarlo de ver? Cada uno dixo su cosa; solo Zadig adivinó que era la vida, y con la misma facilidad acertó los demas enigmas. Itobad decia al fin que no habia cosa mas fácil, y que con la mayor facilidad habria él dado con ello, si hubiera querido tomarse el trabajo. Propusiéronse luego qüestiones acerca de la justicia, del sumo bien, del arte de reynar; y las respuestas de Zadig se reputáron por las mas sólidas. Lástima es, decian todos, que sugeto de tanto talento sea tan mal ginete.
Ilustres señores, dixo en fin Zadig, yo he tenido la honra de vencer en el palenque, que soy el que tenia las armas blancas. El señor Itobad se revistió de ellas miéntras que yo estaba durmiendo, creyendo que sin duda le
sentarian mas bien que las verdes. Le reto para probarle delante de todos vosotros, con mi bata y mi espada, contra toda su luciente armadura blanca que me ha quitado, que fuí yo quien tuve la honra de vencer al valiente Otames.
Admitió Itobad el duelo con mucha confianza, no dudando de que con su yelmo, su coraza y sus braceletes, acabaria fácilmente con un campeon que se presentaba en bata y con su gorro de dormir. Desnudó Zadig su espada despues de hacer una cortesia á la reyna, que agitada de temor y alborozo le miraba; Itobad desenvaynó la suya sin saludar á nadie, y acometió á Zadig como quien nada tenia que temer. Ibale á hender la cabeza de una estocada, quando paró Zadig el golpe, haciendo que la espada de su contrario pegase en falso, y se hiciese pedazos. Abrazándose entónces con su enemigo le derribó al suelo, y poniéndole la punta de la espada por entre la coraza y el espaldar: Dexaos desarmar, le dixo, si no quereis perder la vida. Pasmado Itobad, como era su costumbre, de las desgracias que á un hombre como él sucedian, no hizo resistencia á Zadig, que muy á su sabor le quitó su magnífico yelmo, su soberbia coraza, sus hermosos braceletes, sus lucidas escarcelas, y así armado fué á postrarse á las plantas de Astarte. Sin dificultad probó Cador que pertenecian estas armas á Zadig, el qual por consentimiento unánime fué alzado por rey, con sumo beneplácito de Astarte, que despues de tantas desventuras disfrutaba la satisfaccion de contemplar á su amante digno de ser su esposo á vista del universo. Fuése Itobad á su casa á que le llamaran Su Excelencia. Zadig fué rey y feliz, no olvidándose de quanto le habia enseñado el ángel Jesrad, y acordándose del grano de arena convertido en diamante: y él y la reyna adoráron la Providencia. Dexó Zadig correr por el mundo á la bella antojadiza Misuf; envió á llamar al bandolero Arbogad, á quien dió un honroso puesto en el exército, prometiéndole que le adelantaria hasta las primeras dignidades militares si se portaba como valiente militar, y que le mandaria ahorcar si hacia el oficio de ladron. Setoc, llamado de lo interior de la Arabia, vino con la hermosa Almona, y fué nombrado superintendente del comercio de Babilonia. Cador, colocado y estimado como merecian sus servicios, fué amigo del rey, y este ha sido el único monarca en la tierra que haya tenido un amigo. No se olvidó Zadig del mudo, ni del pescador, á quien dió una casa muy hermosa. Orcan fué condenado á pagarle una fuerte cantidad de dinero, y á restituirle su muger; pero el pescador, que se habia hecho hombre cuerdo, no quiso mas que el dinero.
La hermosa Semira no se podia consolar de haberse persuadido á que hubiese quedado Zadig tuerto, ni se hartaba Azora de llorar por haber querido cortarle las narices. Calmó el rey su dolor con dádivas; pero el envidioso se cayó muerto de pesar y vergüenza. Disfrutó el imperio la paz, la gloria y la abundancia; y este fué el mas floreciente siglo del mundo, gobernado por el amor y la justicia. Todos bendecian á Zadig, y Zadig bendecia el cielo.
(Nota.) Aquí se concluye el manuscrito que de la historia de Zadig hemos hallado. Sabemos que le sucediéron luego otras muchas aventuras que se conservan en los anales contemporáneos, y suplicamos á los eruditos intérpretes de lenguas orientales, que nos las comuniquen si á su noticia llegaren.
Fin de la historia de Zadig.