Había una vez un castillo gigantesco que se encontraba aledaño a un pequeño pueblo. En este, se rumoraba que vivía una princesa custodiada por un enorme dragón negro de ojos azules, algunos orcos y elfos. Todos los caballeros querían rescatarla para hacerla su esposa. A pesar de que esa historia sólo la habían escuchado de boca en boca, se la creyeron tanto, que perdían sus vidas por el intento de conseguirlo.
Aquella fortaleza tenía algo místico. Todo caballero que entraba sin éxito de liberar a la damisela, se convertía en un guardia más. Por lo tanto, cada vez se volvía más difícil traspasar esas murallas.
El pueblo se encontraba a un par de kilómetros. Los habitantes siempre intentaban complacer los deseos de sus visitantes, a tal grado de que no les importaba quedarse sin comer con tal de que el estómago de un extraño se llenara, y como a la mayoría de los forasteros sólo les interesaba llegar al castillo, ocupaban los servicios de los aldeanos únicamente para su bienestar egoísta, muchas veces, sin dejarles ni siquiera un centavo. Les pagaban con promesas falsas, juraban que estaban seguros de ser aquel caballero capaz de rescatar a la princesa, la cual, extrañamente nadie la había visto o escuchado pedir ayuda, de hecho, nadie sabía siquiera si en realidad existía. Sin embargo, les daban la esperanza de regresar con cofres llenos de oro, los cuales, evidentemente nunca aparecían.
A las orillas del poblado vivía Bemus, un hombre humilde, pero el único que no se preocupaba por aquellos extranjeros que pasaban por el poblado, por más que tocaban a su puerta, él no la abría. Se le daba el mote de ser un hombre hostil, egoísta y áspero. No le inquietaba demostrar sus virtudes, ni siquiera a él mismo. Era una persona solitaria, su único compañero de vida era su perro Tamir, una mezcla entre pastor alemán y lobo, con lo cual, por miedo, nadie se le acercaba.
Fueron tantos los viajeros que llegaban e intentaban entrar al castillo, que este, a pesar de su gran tamaño, se quedó sin lugar para recibir a más guardianes. Ya no había espacio, por lo que tendría que expandir su feudo.
El dragón batió sus alas y voló por la circunferencia de aquel hermoso valle. No había nada a su alrededor, más que ese pequeño pueblo. Sin dudarlo, voló por encima y le vinieron varios pensamientos; el primero de ellos fue quemar aquella aldea, junto a sus habitantes, pero eso sería un suicidio, pues ya no le llegarían más personas para posteriormente reclutarlas a su bando.
Otra idea fue convertir a los guardianes en obreros. De esa forma podrían expandir las murallas, pero sería una labor muy tardada, que les tomaría mucho tiempo y recursos.
Su último plan fue atacar la aldea de forma psicológica. De esa manera no tenía que esperar a que valientes caballeros se le presentaran en su reino, sino cualquier aldeano se convertiría en su siervo. Así es que eso hizo. Abrió su gran hocico y empezaron a salir ondas de aire, estas llevaban un mensaje que todos los pueblerinos escucharon como si fuera una voz interna:
“La oportunidad ha llegado, demuéstrale al mundo que eres un caballero noble, aventurero y valiente. Únete a la causa para proteger a la princesa”.
Aquel dragón se postró sobre un pequeño cerro que le permitía ver su obra maestra. Todos los humanos comenzaron a convertirse en orcos como por arte de magia, y alguno que otro en elfo. Estaba muy feliz y maravillado de su astucia. Con su vista, que era inclusive mejor que la de un águila, vio que Bemus abría la puerta de su casa, junto con su fiel compañero Tamir. Se dirigieron al pozo en busca de agua. La cubeta se llenó y cuando dio media vuelta, aquel ser enorme, de más de tres metros estaba frente a él. Tamir le gruñió y Bemus intentó calmarlo, ignorando a la gran bestia. Por alguna extraña razón carecía de miedo, y de valentía… pues no planeaba atacar, pero tampoco defenderse.
Ese ser alado, fue reduciendo su tamaño y su forma, sus alas desaparecieron y sus curvas se hicieron evidentes. Ahora, era una mujer de cabellos de oro, con unos ojos azules que atraparían en su hechizo hasta el esposo más devoto. Extendió su mano y le acarició la cabeza a Tamir, quien ya no le gruñía, sino le lamia la piel.
La fiera, ahora con forma de mujer pensaba: ¿cómo era posible que no lo hubiera convertido en un guardián de su reino? Tan sólo bastaba con darle una pizca de sentido de vida a un humano para que fuera su esclavo. Era más que suficiente el brindar una misión sencilla, ni siquiera tenía que mencionar el nombre de la princesa que defenderían con sus vidas. Y, muchas veces sólo bastaba hacerlo con un humano, para que todos, sin una razón lógica, sin detalles claros, sin siquiera saber que su meta no era más que una ilusión, le siguieran el paso, como una manada de ovejas.
Normalmente, las personas prefieren demostrar ser algo que no son, con tal de pertenecer a un grupo, a pesar de que eso les cueste la vida.
Asombrada de que Bemus no fuera presa de su encanto, le cuestionó que si no era un hombre noble, aventurero y valiente. A lo que él, simplemente respondió que no le daba importancia demostrarle a ella, o a quien fuere, sus virtudes.
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—Es hora de irnos hijo. Vamos, tu mamá nos está esperando.
—¡No papá! Todavía no termina la historia. ¿Qué pasa si el dragón se come a Bemus? O peor aún… ¡a Tamir!
—No hay ningún dragón, sólo es tu imaginación plasmada en un cuadro de un castillo pintado. No hay nada más.
—Eso lo dices porque te olvidaste que eres capaz de soñar —dijo el niño con el ceño fruncido, así como los brazos cruzados. Admirando aquella pintura que con cada paso se veía más pequeña. Imaginando y preguntándose, ¿cuál habrá sido la suerte de Bemus y Tamir ante la ilusión del temible dragón negro?