Me desperté empapada en sudor, no por el calor de la noche, ni siquiera por una pesadilla, sino por lo que mi alma experimentó.
Dicen que cuando uno duerme, se conecta con el origen del universo, en aquella dimensión donde el conocimiento es infinito. No hay límites, pues carece de las barreras del mundo físico.
Tuve uno de esos sueños donde no eres capaz de distinguir si lo que ves y sientes es real o ficción, aunque tenía que ser una mentira, mi mente me lo decía, intentaba excusar esto que para mí era desconocido.
Estaba oscuro, pero era consciente de todo, el aroma era como una mezcla de mirra e incienso, la textura a mi alrededor era la de una tela suave, el aire era húmedo, parecía que estuviera cerca de un río. El piso era de piedra, áspero. En ese momento escuché un movimiento y las cortinas que me ocultaban se cayeron, iluminando todo a su alrededor, o mejor dicho, librándome de esa fría oscuridad. Quedé anonadada, las paredes estaban llenas de pinturas, jeroglíficos para ser exactos. Había dos hombres cuya ropa era una túnica blanca, y uno de ellos portaba una corona de ramas de laurel, pero… ¿cómo sabía eso? Porqué aquel misterioso hombre era Julio César, y yo, yo era la mismísima Cleopatra.
Fue cuando abrí los ojos y pasé de estar en ese lujoso palacio, a estar en mi dulce, pero fría cama.
Todos tenemos un momento que nos cambió la vida, para algunos es cuando tocaron demasiado fondo, les dolió tanto estar en esa situación, que era más tormentoso quedarse allí, que el temor de cualquier cambio. Me apena decirlo, pero para mí, mi momento más doloroso fue que ese sueño fuera más vivo e interesante que mi propia vida.
Cambié mi corte de cabello, comencé a utilizar múltiples accesorios, inclusive mi sonrisa se volvió fingida, y a pesar de saber que no era verdad, me provocaba una tremenda alegría.
Los sueños se hicieron cada vez más intensos.
Quería convertirme en la sirena que seduce al marinero.
Deseaba poder experimentar la sensación de aquel sueño en a la realidad.
Vivía una doble vida que me empezaba a hostigar. Por el día era Jazmín, una mujer tímida que apenas y podía establecer una conversación, por las noches, era la reina de Egipto.
Lo que me parecía más raro, es que soy pésima en historia, pero cuando me adentraba en el mundo de los sueños, era como si fuera mi vida misma. Una tarde estaba aburrida y decidí investigar. Me asombré al descubrir que todo era totalmente verdadero, no era un invento de mi subconsciente. Sólo había una cosa que no cuadraba…
Fui al banco para pedir un enorme préstamo que no tenía idea cómo iba a pagar. Hice la maleta y tomé un vuelo a Alejandría, Egipto.
Durante el trayecto estuve leyendo, investigando, más que nada divagando, ¿y si soy la reencarnación de Cleopatra? ¡Por Dios, me estoy volviendo loca!
La turbulencia me despertó, ahora todo estaba más claro. Soñé que, por alguna extraña razón, mi alma, al reencarnar se dividió en dos. Por eso sólo tengo esos recuerdos en la sombra, por eso me he sentido vacía toda mi vida.
Tan pronto aterrizamos, sentí una sensación que es difícil de explicar, la energía me indicaba que ese era mi lugar. Fui a la agencia turística más cercana y contraté un guía para que me llevara al Palacio de Cleopatra. Saldríamos por la mañana a primera hora.
Cuando ya estuve allí, comenzamos a bucear, a pesar de que todo ya estaba bajo el agua, me resultaba familiar. Sabía exactamente a qué punto debía de ir. Me alejé del guía y dentro del Palacio accedí a un pasaje que supuestamente era secreto, sólo yo lo conocía. Para mí fortuna, dentro de este, unos metros adelante ya no estaba inundado.
Salí del agua y me quité el tanque de oxígeno para aligerarme de peso, seguí el único camino que había, y al fondo, tan pronto di vuelta, se encontraba una mujer de cabello negro, todavía con fleco, su cuerpo estaba adornado con joyas preciosas, y estaba sentada en aquel trono, mi trono. Se levantó y me dijo:
—¿Por qué tardaste tanto? Comencemos el ritual, que no hay tiempo que perder.
Quedé anonadada, ella era idéntica a mí. Me acerqué a ella hasta el punto de quedar a centímetros de distancia, y nos veíamos frente a frente. Levantó sus manos y con ellas acomodó mi cabello por detrás de mis orejas. Yo, instintivamente cerré los ojos.
—Para que volvamos a ser una, una tiene que morir —dijo y sentí un dolor en el abdomen, el cual me liberó de esta prisión de carne.